Relatos: Génesis IV

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Génesis IV
 
 
 
Una vez curadas las heridas el siguiente paso era procurarme algo de comer. Ningún problema. Existían muchas formas de morir, pero de hambre no era una de ellas. la comida abundaba, solo debías saber dónde buscarla. Si bien la cantidad no era un problema, no podía decirse lo mismo de la calidad, sobre todo en las ciudades. Grandes superficiies, supermercados, tiendas de barrio, máquinas expendedoras y casas de particulares no eran buenas opciones. Por un lado, todas fueron saqueadas durante las primeras tres semanas. Por otro, todos eran espacios cerrados y, por ende, peligrosos. Era necesario disponer de un equipo que supiera moverse, sin dejarse presionar por la claustrofóbica sensación que imperaba en aquellos lugares. En una ocasión, me atreví a internarme sola. Una mala decisión, una locura. Además, el escaso botín con el que conseguí escapar no mereció el riesgo al que me expuse. La horrible sensación de vacío apenas disminuýó cuando hube terminado con todo, demasiado rápido para que mi cerebro asimilase que estaba comiendo después de tanto tiempo. Enseguida volví a tener hambre, pero no quise volver. No tenía sentido. Antes de ser sorprendida, pude comprobar que la mayoría de las estanterías estaban vacías, ofreciendo una imagen desoladora, mientras que las pocas reservas que quedaban no eran muy apetecibles. No me extrañaba que en unos meses desarrollansen apéndices y dejasen aquel agujero húmedo y oscuro para aventurarse en el mundo, donde tendrían que luchar por sobrevivir, al igual que el resto de criaturas. La imagen de patatas con largos y viscosos tentáculos o envases de precocinados que segregaban extrañas sustancias me persiguieron durante los siguientes días a mi saqueo. No conseguía quitármelas de la cabeza, quizás porque, a pesar de su asquerosa apariencia y su nauseabundo olor, mi mi mente los reconocía como comida y no comprendía que la hubiese rechazado tan fácilmente. Sentí la tentación de deshacer mis pasos, pero luché contra el hambre hasta arrastrarme (literalmente) lo suficientemente lejos para que me resultase imposible desfallecer en la vuelta. En mitad de una calle cualquiera, paré a descansar. Apenas habían sido unas decenas de metros y mi mochila seguí prácticamente vacía, pero me parecía como si hubiese vuelto a realizar el Camino con todo el equipaje de la primera vez, cuando todavía era una novata y pensaba que el secador o los botes de tamaño familiar de gel y crema acondicionadora para el cabello eran esenciales para mi existencia. ¿Cómo podía ser tan ingenua y superficial? Una de las cosas buenas que tenía aquella situación era la obligación de madurar y cambiar tus prioridades. ¿Acaso debía sentirme orgullosa por aquel cambio? No, porque no lo había hecho de forma voluntaria, sino obligada por las circunstancia. Si aquel cataclismo nunca se hubiese desatado... Detuve mis pensamientos antes de que continuasen por aquella peligrosa senda. El pasado era una amenaza tan real como cualquier del presente, incluso peor. Debía buscar una distracción, cualquier cosa que me apartase de los recuerdos que empezaban a tomar forma, adueñándose de mi mente como utmor crece en el cuerpo hasta hacerlo enfermar bajo terribles dolores y otros efectos igual de indeseables. El rugido apremiante de mi estómago me dio la solución. Sin perder de vista la calle en ningún momento, hurgue ne la mochila con la mano tullida, mientras que la buena acariciaba a Esperanza, siempre preparada para protegerme. Saqué lo primero que encontré. Una lata de conservas sin etiqueta, su contenido era un misterio. Aquello era como un juego de azar, podía tocarme cualquier cosa. Luchando contra el supuesto abre fácil (no diseñado para personas que solo conservaban tres dedos), me desveló su tesoro. Allí, nadando en almíbar, los colores de las diferentes frutas me impactaron como uno de esos cuadro modernistas incomprensibles salvo para los entendidos en la materia. Su fragancia, demasiado dulce y empalagosa como aquellas caras y sofisticadas fragancias que nunca había podido permitirme cuando el dinero todavía tenía valor, me mareó. No era el dulzor de la sangre, compuesta por pequeñas notas de otros olores superpuestos hasta crear aquel característico perfume que engalonaba a la muerte y al que me había acostumbrado hasta hacerlo invisble a mis sentido. No, aquel era el dulzón del azúcar. Azúcar y nada más. ¿Cuándo fue la última vez...? No, no y no. Nada de recordar. Acerqué la lata a mis labios y empecé a beber el jugo. Fue como probar el néctar de los dioses.
                            
Resultaba sorprendete la facilidad que antes existía para adquirir comida a cualquier hora. Eso si tenías la suerte de nacer en un país desarrollados, donde el desperdecidio era la norma. Por el contrario, si tu destino había sido una familia campesina numerosa de la India o vivir en un poblado perdido de algún desierto del basto continente africano... Supongo que su situación no habrá cambiado mucho y la carancia seguirá formando parte de su rutina. O todo lo contrario. Quizás los papeles se hayan invertido y, ahora, mientras nosotros agonizamos, sus sociedades prosperan en este nuevo mundo, donde cada día puede ser el último. Sentí un estremecimiento. Estaba tan ocupada en mi rutina que había olvidado por completo el motivo de aquel nuevo viaje. La muerte, aquella compañera incansable siempre queriendo hacerme una nueva visita. Y esta vez quería asegurarse de que fuese la última. Por eso me había visto obligada a huir de forma tan precipitada, ni siquiera había limpiado la sangre del baño o cerrado la puerta al salir. Señales inequívocas de que alguien había estado allí recientemente. Maldije mi error de novata. En un mundo que se había ido a la mierda, cualquier desliz podía costarte la vida. Quizás es una señal, pensé saliendo a la calle tras realizar las comprobaciones de rigor desde el portal. Quizás quieres que te encuentren, porque estás cansada. Reconócelo. ¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir escondiéndote? da igual donde vayas, ellos ya estarán allí cuando tú llegués. Esperándote... ¡Calla! No me di cuenta de que había gritado hasta que los edificios colindantes me devolvieron el eco de aquella orden. En aquel silencio, mi grito era como una violación de la quietud reinante. Otro error imperdonable. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿De verdad quería morir? No tuve tiempo de reflexionar sobre esta pregunta cuando lo escuche. Un sonido que nada tenía que ver con mi voz. Aquellos que habíamos vivido los primeros días al desastre y todavía seguíamos vivos lo reconocemos sin problemas. El sonido de alguien, o algo, estaba acercándose.



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