La elegancia del
deporte
Llegar
a casa y desprenderse de toda la ropa. Los incómodos tacones que luzco
orgullosa durante toda la jornada laboral son arrojados sin contemplaciones
contra la otra punta de la habitación. La falda es desabrochada con facilidad,
cuando esa misma mañana se negaba a cerrarse, obligándome a ejecutar una
extraña danza similar a un ataque epiléptico para subir la cremallera hasta los
últimos dientes. Observó los botones de la blusa con resignación, aunque mi
deseo es arrancarlos todos y verlos saltar de sus costuras para no tener que
volver a perder tiempo abrochándolos, demuestro una gran paciencia y les dedico
el tiempo que cada uno requiere. No obstante, cuando solo quedan dos, abandono
la tarea y la prenda abandona mi cuerpo con
un rápido movimiento que me deja rastro de maquillaje en la tela y las orejas
enrojecidas. Ahora estoy completamente desnuda, salvo por un conjunto de ropa
interior cuya parte inferior y superior no coinciden. En ocasiones no entiendo
la molestia de comprarme ambas iguales, cuando nada más estrenarlo, el
sujetador y bragas no vuelven a estar juntos, como si una pareja de amantes
obligados a estar separados por las circunstancias. En este caso, la
responsable de su separación forzosa es una dueña que tiende a lavarlos en
tandas diferentes, de manera que cuando la parte superior está seca y oliendo
jabón de Marsella, valle de flores, fragancia de las montañas suizas o
cualquier otro olor que tenga el suavizante que haya decidido comprar en esa
ocasión; su compañera todavía se encuentra sepultada bajo capas de prensas
malolientes y sucias, en espera de ser rescatada como las pasivas princesas de
nuestros cuentos infantiles. Sin embargo, eso ahora no importa. El maquillaje,
todavía tengo que quitarme el maquillaje.
Dicen
que la arruga es hermosa. Al parecer no ocurre lo mismo con las ojeras o el
color ceniciento del rostro tras ocho horas delante de un ordenador. Por
fortuna existen las cremas y polvos milagrosos concebidos por la industria
cosmética para ocultarlos, aunque sea de forma temporal. Si queremos
despedirnos de ellos, decirles “adiós” en lugar de “hasta luego”, será
necesario recurrir a métodos de tortura supervivientes de la Inquisición y que
hoy se utilizan para “curar”, como las inyecciones de colágeno, los bisturís o
las máquinas de liposucción. Es asombroso comprobar la gran cantidad de mujeres dispuestas a dejarse sodomizar de
esa manera, ofreciendo su cuerpo de forma voluntaria para ser mutilado. Siempre
he pensando que algunos cirujanos son asesinos psicópatas que jamás pudieron
ejercer su verdadera vocación y hubieron de conformarse con la carrera de
medicina, mientras que sus pacientes necesitan más la ayuda de un psicólogo que
les ayude a superar su grave problema de
autoestima, así como su inclinación al masoquismo. Gracias al cielo, los
números de mi cuenta bancaria son insuficientes para sentir la tentación de
probarlo, ni siquiera una simple inyección de colágeno. Pensando en las ventajas de ser humilde,
porque nunca me he considerado pobre (siempre que no hablemos en términos
económicos), cubro mi rostro con crema desmaquilladora hasta crear una grotesca
máscara de rasgos indefinidos. El agua termina la labor y, tras unos segundos
de duda, me miro en el espejo. Esa soy yo. Cansada y algo demacrada, pero
sonrío porque ya no me oculto.
Abandono
el baño y vuelvo al dormitorio, allí busco en los cajones un conjunto que me
sirva. Algo cómodo y no necesariamente nuevo. Enseguida lo encuentro: un par de
mallas, una camiseta de promoción y una chaqueta ligera. Empieza a notarse el
frío, no quiero resfriarme y pasarme el resto de semana en el sofá o en la
cama. Dedico más tiempo a buscar las zapatillas, nunca consigo recordar donde
las he dejado desde la última vez que fui a correr, a pesar de hacerlo casi a
diario. No debería ser así, y más recordando lo que me costaron. Un compra
inteligente y bien amortizada. Por fin, el pasado regresa a mi memoria el
tiempo suficiente para propiciar el recuerdo concreto que me permite
encontrarlas. ¿Cómo llegarían hasta allí? Un misterio que no tenía tiempo de
resolver, pues ya llegaba tarde. Si bien, lo mejor de aquel deporte era,
precisamente, la absoluta ausencia de horarios. Nadie decide por mí, soy yo
quien elige cuándo y cómo. Durante una hora, soy completamente libre.
Salgo
a la calle y tras unos sencillos ejercicios de calentamiento, empiezo a correr.
Al principio despacio, tengo la sensación de no moverme, de caminar a cámara
lenta fotograma a fotograma. Sin embargo, el paisaje cambia a mí alrededor. Los
bloques de pisos, inmensos gigantes de hierro, cristal y cemento que me
observan a través de decenas de ojos que les proporcionan las ventanas, algunos
ciegos mientras que en otros se deja vislumbrar la vida que transcurre en su
interior. Testigos mudos de mi esfuerzo. Se apartan de manera dócil, dejándome
el espacio que necesito hasta llegar a la playa. Allí, el sonido de la ciudad
es eclipsado por la melodía del mar. Las olas se convierten en la canción que
marca mi ritmo. No necesito más música que aquella, aunque existen ocasiones
que la corrompo rememorando fragmentos de canciones que para mí tienen un gran
significado; bien por estar asociadas con un determinado recuerdo, casi siempre
agradable, o bien los últimos hits de éxito que consiguen grabarse en el
subconsciente a fuerza de escucharlos constantemente. Por fortuna, mi mente
está vacía de ambos, salvo por los sonidos de mi entorno y mi propia
respiración.
Cuando
practicas ejercicio existe un umbral de dolor. Una vez superado, nada te impide
continuar salvo tu propia voluntad. En mi caso, son los primeros cinco kilómetros.
Durante esa distancia, mis miembros se niegan a responder como desearía. Los
movimientos son lentos y vacilantes, una presión invisible, solo existente en
mi cabeza, me impide avanzar tan rápido como quisiera. Intento no respirar por
la boca o acabare ahogándome por culpa del aire, un detalle paradójico, pero que
muchos desconocen y, en consecuencia, sus entrenamientos tiene el mismo valor
que si no hubiesen hecho nada. Primero nariz, luego boca. Ese debe ser siempre
el orden. Cuando estás bajo el agua
tienes una sensación similar, tu cerebro clama oxígeno y la primera reacción
lógica es abrir la boca para tomar aire, pero lo que tragas son litros y litros
de agua. Siempre me siento como una novata durante esa parte del recorrido.
Cuando observó a las personas que regresan, no puedo evitar sentir envidia al
comprobar el triunfo que refleja su mirada a pesar del cansancio de su cuerpo. El
consuelo es saber que yo pronto estaré en su lugar y serán otros los que
admiren mi fortaleza y mi fuerza de voluntad.
En
el camino siempre reconozco algún rostro. Gente anónima con la que comparto
aquella pasión. El ejercicio nos une, representa el único que vínculo que nos
permite identificarnos entre nosotros. Es posible que los haya visto en otra
ocasión, pero volvíamos a ser desconocidos a ojos del otro. Resulta curioso
comprobar la camaderia que puede establecerse entre nosotros, sobre todo durante
las competiciones. Todavía recuerdo mi primera carrera. Los nervios que
amenazaban con traicionarme, la emoción del momento, la sensación de formar
parte de algo especial… Creo que todos supieron que era novata, no por mi edad,
pues había muchachas mucho más jóvenes, algunas todavía eran niñas pero la
concentración que reflejaban sus ojos y la profesionalidad de sus movimientos,
perfectamente calculados a fin de evitar esfuerzos innecesarios que les pasaran
facturas, las hacía parece mucho más mayores. Lolitas del deporte, adultas de
espíritu atrapadas en un cuerpo infantil. Las envidiaba por su juventud, las
detestaba por su actitud altiva y llena de seguridad, y las admire durante toda
la carrera, aunque no solo a ellas. Personas mayores que desafiaban a la edad
por el otro extremo; padres que empujaban los carritos con sus niños dormidos
dentro, ignorantes del esfuerzo que estaban realizando por ellos; personas que
desconocían la palabra límite u obstáculo, todavía con las huellas de su
enfermedad o ignorando sus minusvalías, que solo apreciábamos nosotros, pero
que para ellos no existían. Todos y cada uno de ellos eran ganadores a mis
ojos, con independencia de la posición que tuviesen al cruzar la línea de meta.
A pesar de que no nos conocíamos, no me faltaron palabras de apoyo durante todo
el recorrido. Una mano que se posaba en mi espalda, una sonrisa, un pulgar
levantado o el gesto de victoria con dos dedos… Ellos lo hicieron posible y,
aunque el tiempo no fue el que esperaba conseguir, lloré de alegría y
satisfacción por el simple hecho de haber terminado. Jamás me había sentido
mejor, y supe que repetiría la experiencia siempre que pudiese.
Esquivo
a una pareja de corredoras, aunque no se merecen ser clasificadas de esta
forma. Observó sus impecables conjuntos, sus zapatillas apenas sin estrenar,
sus peinados impolutos y los rostros en los que puede apreciarse el maquillaje.
Son modelos de anuncios, exhiben las marcas con descaro, como si las
promocionasen. Al igual que las sirenas de la mitología, consiguen atraer a incautos
deportistas hacia su mortal influjo, incluso los veteranos sucumben ante su
perfecta apariencia para tropezarse cuando desvían la vista de su recorrido.
Ellas ríen, mientras su ego se incrementa ante cada nuevo golpe o traspiés de aquellos
incautos. Entonces ocurre, una nueva víctima se aproxima. Ellas, ignorando el
riesgo de ponerse a sudar, aceleran el ritmo, pavoneándose como lo haría un pavo
real orgulloso de sus plumas, desplegando todos sus encantos para captar su
atención. Sin embargo, Ulises las ignora para situarse mi lado. Reconozco el
perfil de ébano, los ojos oscuros siempre fijos en su objetivo, la boca
ligeramente entreabierta, los músculos que dejan adivinarse bajo la ropa con
cada zancada… Aceleró, lo dejo atrás. Su presencia deja de ser una distracción.
Él responde a mi desafío e incrementa también su ritmo. Volvemos a estar a la
par. Ahora nos sincronizamos, nuestros pasos son uno solo, no se nos distingue
al movernos, como si fuésemos la sombra del otro. Cada vez más rápido. Nos
alejamos de las aspirantes a diosas, dejándolas solas con sus alas silbantes y
sus manzanas plateadas. Siento mi corazón acelerado, bombeando sangran a un
ritmo que minutos antes me parecía imposible. Mis pies apenas tocan el suelo
antes volverlos a levantar. Me olvido de respirar, me olvido de todo. Solo
tengo un pensamiento, dar el siguiente paso.
Apenas
nos detenemos, sin darnos tiempo a recuperarnos, nos sonreímos y abrazamos, un
gesto breve que lo dice todo sin necesidad de recurrir a las palabras. No es la
primera vez que compito con él, y tampoco será la última. Jamás nos hemos
presentado, lo desconocemos todo del otro, incluido el nombre. Sin embargo,
durante esos segundos nos sentimos más unidos que a cualquier otra persona de nuestras
vidas. Soy consciente de los mechones sueltos pegados a mi frente, la piel
brillante por el sudor o el temblor de mis piernas que amenaza con hacerme caer
en cualquier momento. No obstante, nada de este me importa, tan solo esa
gratificante sensación de haberlo vuelto a conseguir, aún cuando todo parecía a
apuntar lo contrario. Él continúa su camino, yo el mío. Nos despedimos con una
leve inclinación de cabeza, en nuestros ojos una pregunta. ¿Te veré la próxima
vez? Es posible, todo lo es. Regreso, con una sensación diferente a cuando empecé.
Ahora me siento bien, sonrío y, lo mejor, nada ni nadie puede arrebatarme este momento.