Sinopsis: La segunda guerra mundial no sólo se cobró vidas
humanas: el patrimonio artístico europeo fue también víctima de la
barbarie nazi, que ejerció de forma sistemática el pillaje y el
saqueo de obras de arte de todo tipo, incluidos cuadros de
Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Van Dyck y Vermeer, robados
para Hitler y otros dirigentes del nacionalsocialismo. En total,
más de cinco millones de objetos fueron confiscados y
trasladados a los territorios del Tercer Reich durante los primeros
años de la guerra.
Para evitar la desaparición y
el deterioro de ese enorme legado cultural, cuando la
guerra encaraba su fase decisiva los aliados crearon la sección
de Monumentos, Bellas Artes y Archivos, en la que hasta
1951 trabajaron algo más de trescientas personas de trece países
distintos. En su mayoría no eran militares, sino directores de
museos, conservadores, historiadores y profesores de arte que
utilizaron sus conocimientos para recuperar, catalogar y devolver a
su legítimo lugar cuadros, esculturas y retablos, y para proteger
abadías, iglesias y otros edificios históricos de los estragos de la
guerra.
Los miembros de la sección de Monumentos, conocidos como Monuments Men, encararon en aquellos años cruciales una carrera contrarreloj para salvar tesoros culturales de la destrucción, ejerciendo a menudo una labor detectivesca a través de documentos recuperados en catedrales bombardeadas y museos, y gracias a pistas conseguidas con la ayuda de la población local. Se convirtieron de este modo en héroes improbables sumergidos en el epicentro de la peor guerra del siglo XX, que arriesgaron sus vidas y en algunas ocasiones la perdieron, y que, como tantos otros que vivieron aquella época, personificaron el coraje que permitió que la mejor humanidad derrotara a la peor.
Los miembros de la sección de Monumentos, conocidos como Monuments Men, encararon en aquellos años cruciales una carrera contrarreloj para salvar tesoros culturales de la destrucción, ejerciendo a menudo una labor detectivesca a través de documentos recuperados en catedrales bombardeadas y museos, y gracias a pistas conseguidas con la ayuda de la población local. Se convirtieron de este modo en héroes improbables sumergidos en el epicentro de la peor guerra del siglo XX, que arriesgaron sus vidas y en algunas ocasiones la perdieron, y que, como tantos otros que vivieron aquella época, personificaron el coraje que permitió que la mejor humanidad derrotara a la peor.
Crítica: Entre las ruinas de un futuro destruido por los bombardeos
y tanques del enemigo, yace también sepultado el pasado de un pueblo ahora sin
identidad. Los conflictos bélicos no
solo implican la pérdida de vidas humanas irremplazables, asimismo el
patrimonio cultural e histórico se convierte en otra víctima de estos
enfrentamientos armados. Sin embargo, la pérdida de estos monumentos no posee
la misma trascendencia que la matanza de civiles en las zonas en guerra,
especialmente cuando los muertos son mujeres y, en especial, niños. Con todo, caminando
entre los restos carbonizados del zoco medieval de Alepo (Siria); los restos
derruidos de las escasas mezquitas palestinas que habían conseguido resistir
los ataques del ejército israelí; o las vitrinas vacías en los principales
museos de El Cairo (Egipto) tras los saqueos de la primavera árabe, cabe preguntarnos
si el precio que estamos pagando por la «libertad» no es demasiado alto.
Conscientes de la importancia de
conservar este pasado para las futuras generaciones, se constituyó «The Monuments
Men» -o también conocidos como los soldados del arte-. Durante la Segunda Guerra Mundial,
trescientos hombres y mujeres –la mayoría académicos sin formación militar ni
recursos materiales y humanos para desarrollar su misión- arriesgaron su vida
para preservar, e incluso recuperar el patrimonio artístico europeo ante el
codicioso avance de las tropas alemanas.
Si
recordamos, Hitler era un artista y arquitecto frustrado tras el rechazo de su
solicitud para ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena. En su opinión,
el comité de experto estaba constituidos por judíos que, con su negativa, lo
condenaron a la miseria más absoluta durante una década. Posteriormente, y
durante el ascenso del Tercer Reich, realizó una visita a Italia invitado por
su aliado fascista Benito Mussolini. Las ciudades de Roma y Florencia
consolidaron su idea de crear un imperio, sino también su propio destino pues «no había sido llamado a crear, sino a
reconstruir. A expurgar para después recomponer. A convertir Alemania en un
imperio, el mayor que el mundo hubiera visto. El más fuerte, el más
disciplinado, el de más pura raza. Berlín sería su Roma, pero un verdadero
artista-emperador necesitaba una Florencia. Y él sabía donde construirla».
En la ciudad de Linz, Austria, donde se erigiría el Führermuseum, el mayor,
imponente y espectacular museo de arte del mundo. Sin embargo, las instalaciones
diseñadas por Albert Speer requerían una formidable colección artística que no
disponían. De ahí las confiscaciones y saqueos no solo a la población judía,
sino también a los países invadidos por su ejército a fin de cumplir los sueños
imperialistas de su Führer.
Robert
M. Edsel permite conocer el trabajo desarrollado por «The Monuments Men», poniendo en conocimiento del lector uno de los
episodios más desconocidos –e infravalorados- de la Segunda Guerra Mundial a
través de documentos oficiales, cartas personales y testimonios de los hombres
que constituyeron aquel primer grupo de hombres dispuestos a sacrificar sus
vidas presentes por un futuro donde el pasado tuviera un lugar más allá del
recuerdo destruido. A pesar de ello, nos encontramos ante una reconstrucción
parcial de los acontecimientos narrados, pues el propio autor reconoce en su
prólogo que el libro se centra exclusivamente en los grupos estadounidenses y
británicos, mencionado muy brevemente, por ejemplo, la división italiana que
sufrió penurias mayores a la de sus homólogos ante la inmensidad del patrimonio
a proteger y la absoluta falta de apoyo de sus autoridades.
Precisamente,
la falta de objetividad del autor, que tiende a glorificar no solo las
acciones, sino también a determinados miembros acaba por conseguir el efecto
contrario, la animadversión hacia estos soldados de arte. Y es que resulta
incoherente dedicar tanto espacio a la biografía personal y profesional de
todos y cada uno de ellos cuando después la mayoría apenas tiene verdadero
protagonismo, como el Mayor Ronald Edmund Balfour o los soldados Harry
Ettlinger y Lilcoln Kirstein. En
realidad, Robert M. Edsel tiende a centrarse en el capitán Walker Hancock y el
teniente George Stout, un menosprecio a la labor desarrollada por los demás
integrantes de «The Monuments Men».
Además,
el autor realiza constantemente juicios de valor, estableciendo claramente una
división prejuiciosa entre los «buenos»
–estadounidenses, ingleses, y en menor medida franceses- y los «malos»- alemanes, y posteriormente los
rusos comunistas-. Es cierto que las tropas hitlerianas cometieron crímenes
abominables durante el conflicto, pero describir a los ejércitos que lucharon contra
ellas –y todos sus soldados- como hombres de coraje, honor y respeto resulta hipócrita. Durante la reconquista de Francia, miles de
mujeres fueron violadas por los soldados estadounidenses, a quienes les
vendieron el país galo como un auténtico burdel de mujeres fáciles deseosas de
caer en los brazos –y satisfacer- a las tropas liberadoras. Es más, recordemos
que Anthony Burguess escribió su novela más famosa, «La naranja mecánica», después de que su mujer embarazada fuese
agredida sexualmente por un contingente estadounidense que asaltó la casa del
escritor inglés.
Si
leemos el libro con detenimiento, Robert M. Edsel solo menciona dos episodios:
la destrucción de una colección privada abandonada por un general nazi y la
violación a una joven alemana. En el resto de la novela resulta imposible
encontrar cualquier referencia a un comportamiento incivilizado a fin de no perjudicar
su imagen. Nuevamente, el patriotismo
del autor se antepone a la veracidad de los acontecimientos, convirtiendo «The Monuments Men» en material meramente
propagandístico con el que enarbolar la bandera de barras y estrellas fuera de
sus fronteras, tal y como sucedió hace pocos años con la invasión de Afganistán
o Irak.
En
definitiva, «The Monuments Men» es la
visión parcial y subjetiva de su autor sobre uno de los episodios más
desconocidos- aunque relevantes- de la Segunda Guerra Mundial que, con objeto
propagandístico, no nos hubiese extrañado leer en algún párrafo Sadam Hussein u
Osama Ben Ladem en vez de Adolf Hitler, o las ciudades de Kabul o Bagdad
sustituyendo a las ciudades de Linz e incluso la propia Berlín. Los prejuicios
de Robert M. Edsel y el excesivo
patriotismo de la prosa convierten su novela convertida en ruinas literarias
irrecuperables incluso para los propios soldados del arte.
LO MEJOR: La oportunidad de conocer uno de los episodios más
desconocidos –e infravalorados- de la Segunda Guerra Mundial.
LO PEOR: La visión parcial de la historia, basándose en
prejuicios y el excesivo patriotismo de su autor. La hipocresía de no mencionar
los crímenes cometidos por las tropas estadounidenses.
Sobre el autor: Robert M. Edsel (1956), empresario petrolífero de
éxito, decidió un día dedicar su vida a la divulgación del legado de los
hombres de la sección de Monumentos. Es el fundador de la Monuments Men Foundation for the Preservation of Art, que recibió
en 2007 la medalla nacional de Humanidades de Estados Unidos, y coproductor de The Rape of Europa, un documental,
ganador de varios premios, sobre el expolio nazi. Es también autor de Rescuing
Da Vinci, un repaso a lo ocurrido a través de fotografías de la época.
La versión cinematográfica de The Monuments Men, que dirige y
protagoniza el oscarizado George Clooney, se espera se estrenó en 2013.
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