Antojo
Cualquier luz, por muy débil que sea, siempre es capaz de abrirse paso en la oscuridad, permitiéndonos vislumbrar los horrores que se ocultan en las sombras de nuestras pesadillas, incluso cuando todavía estamos despiertos…
Apoyado en la puerta, sin atreverse a cruzar el umbral que, en aquella ocasión no se limitaba separar solo dos habitaciones, sino que representaba la frágil diferencia entre la realidad y la locura, contemplaba la dantesca escena. Sería difícil explicar lo que sentía mientras observaba a la criatura devorando su última víctima. Asiéndola con fuerza, casi con desesperación, se alimentaba, ajena a su presencia. Demasiada hambrienta para prestarle atención, concentrada en satisfacer aquel apetito, en apariencia insaciable, hendía el rostro en el torso de la joven, que seguía viva.
El estado de shock en el que se encontraba no le permitía apreciar la totalidad de la escena, afortunada ella. Él, por el contrario, habría de vivir torturado por aquel recuerdo. Su retina grababa con meticulosidad todos y cada uno de los detalles con la misma precisión que una fotografía capta un instante efímero, convirtiéndolo en algo eterno: el intenso color carmesí de la sangre, desplegándose por las sábanas como los pétalos de una flor madura que comenzaba a marchitarse; el embriagador aroma de la vida violentamente arrebatada, tan seductor como la más exquisita de las fragancias y por la que había que pagar un precio que pocos estaban dispuestos a asumir en sus conciencias; los sonidos que realizaba cada vez que conseguía separar la carne del músculo, primero un leve forcejeo, luego un ruido similar al papel rompiéndose-pues la vida es, incluso, más frágil-y, finalmente, el movimiento de las mandíbulas saboreando cada nuevo bocado, movimientos precisos, mecánicos, y al misma tiempo, toscos, como los de una tecnología obsoleta… Entonces ocurrió.
Apenas le quedaban fuerzas, las suficientes, y reuniéndolas con una voluntad digna de admirar, consiguió enfocarlo. Sus ojos habían estado muertos apenas unos segundos antes, dos fragmentos de cristal opaco que nada veían o reflejaban, pero ahora lo miraban acusadoramente. Él era el culpable que ella estuviese allí. Él la había secuestrado y arrastrado hasta aquel lugar para luego abandonarla en aquella habitación, donde hacía mucho que la estaban esperando. Él había permanecido impasible escuchándola pelear en vano por su vida. Y él, ahora, estaba demasiado asustado para hacer lo que era correcto. Con todo, ¿no estaba haciendo lo adecuado en realidad? ¿Qué podía saber ella? Nada, ella no sabía absolutamente nada. Si supiera el precio de su sacrificio le estaría agradecida, incluso se habría ofrecido voluntaria, pues se trataba de un acto de amor, aunque no lo comprendiese. Así de sencillo, no requería de mayor explicación. Todo cuanto había hecho hasta aquel momento era por amor, si bien muchos lo tildarían de locura. Si bien, ¿no es el amor una forma de locura? ¿No es la forma más hermosa y pura de demostrar tus sentimientos por la otra persona? Y si su destino era terminar siendo la próxima víctima, recibiría a la muerte como una amiga y la invitaría a tomar lo que, por derecho, le pertenecía desde el día que pronuncio sus votos ante Él. Dios sabría que no había pecado, y que su único crimen había sido cumplir con sus obligaciones, tal y como estaba escrito, respetando su palabra y obedeciendo sus deseos, pues lo que contemplaba no era obra del demonio, sin suya. Los caminos del Señor son inescrutables, se recodaba. Él había obrado el milagro que tanto tiempo llevaba deseando y ahora no podía rechazarlo, sino dar las gracias y hacer lo imposible para que su voluntad se cumpliese. Con estos pensamientos, la rabia que sentía se apaciguo hasta desaparecer. ¿Qué le importaba si ella no lo entendía? ¿O si lo acusaba de asesino con aquella pútrida mirada? Dentro de unos minutos estaría muerta y todo habría acabado… Hasta que su criatura volviese a tener hambre. Entonces todo comenzaría de nuevo.
La criatura comenzó a inquietarse, era obvio que su presencia la molestaba. Seguramente creía que estaba esperando la oportunidad para arrebatarle su presa y lo contemplaba con desafío. Su garganta emitió un sonido ronco, una señal de aviso, previniéndole para que renunciase a su propósito. Consciente de su agitación, y temiendo poder provocarla, decidió salir y dejarla tranquila. Midiendo sus movimientos, cerró la puerta y se dirigió a la cocina. A pesar de la escena que acababa de presenciar, su estómago vacío le recordaba que él también debía alimentarse. En la cocina registró los diversos armarios y cajones, buscando algo con lo que acallar el hambre. No encontró mucho, y lo poco que había hace tiempo que caducó o estaba corrompido. Hacía mucho que nadie iba a comprar, ni cocinaba, ni limpiaba, ni planchaba… La encargada de las tareas domésticas siempre había sido Claudia. Aclarar que él nunca la había obligado, no era esa clase de hombres que consideraban que el lugar de la mujer era la cocina, procurando mantener siempre contento a su marido con una actitud sumisa y servicial. No, él no era así. Claudia siempre quiso casarse con un hombre bueno que la hiciera feliz y, para agradecer esa felicidad que no creía merecida, procuraba ser una buena esposa, la mejor. Sin embargo, con el tiempo esto no fue suficiente. Claudia se sentía vacía, poco realizada, algo le faltaba. Cuando lo descubrió y se lo contó-pues siempre habían sido sinceros entre ellos, los secretos no existían en su relación-. Él la escucho y comprendió los motivos de su decisión. En realidad, hacía mucho que él también lo deseaba, pero no lo había dicho para que Claudia no se sintiese presionada. Aquella era una decisión que debían tomar juntos y que cambiaría sus vidas para siempre. Si bien, no imaginaban hasta qué punto lo haría.
Resignado, cogió las dos rebanadas de pan menos mohosas y las untó con mostaza por fortuna, la gran cantidad de aditivos y conservantes la mantenían tan fresca como cuando abrió el bote-. Una cena pobre, pero una cena al fin y al cabo. Con todo, seguía faltándole algo. Ignorando el sentimiento de culpa, saco un vaso limpio-o el menos sucio, según se mirase- y una botella casi vacía. Leyó la etiqueta con nostalgia, pues era la misma con la que brindaron aquella noche cuando supieron la feliz noticia-en realidad bebió él, Claudia se limitó a mojarse los labios con la elegancia de una reina-. Ahora, aquel recuerdo de alegría y esperanza se había convertido en una vía de escape del presente. Engañándose, diciéndose que solo lo hacía para acompañar el paupérrimo bocadillo, lo lleno hasta el borde. Consiguió dar unos cuántos mordiscos-y reprimir las arcadas-antes de llevárselo a los labios y tomárselo de un trago que le supo a poco. Justificando con que el pan estaba muy seco y la mostaza todavía picante, lo volvió a llenar, para vaciarlo antes de volver a probar bocado. Así continúo, hasta que el bocadillo quedo olvidado en un rincón de la mesa, mientras repetía el gesto de forma mecánica, cada vez más rápido, sin apenas tomar aire entre un trago y otro. El calor del alcohol lo reconfortaba. Sentía como se deslizaba por su garganta sedienta hasta el estómago, donde acompañaba los escasos restos de su opípara cena. Era como el tacto de la seda, suave y lujuriosa, despertando su deseo, nublándole la razón, haciéndole recordar…
Noche cerrada, fría y solitaria. Avanzaba por las calles como un fantasma, muerto en vida, había dejado de existir para el resto del mundo. Si vida era ahora Claudia… y los niños. “Tranquilos, papá no va a fallaros”. Con este pensamiento camino sin rumbo durante horas. Desconocía donde le llevaban sus pies, aunque tampoco le importaba, tan solo quería volver a casa lo antes posible, antes de que fuese demasiado tarde… “Por favor Señor,” rezaba acelerando el paso cuando el miedo lo invadía “ayúdame a encontrar aquello que necesito”. Entonces, como si hubiese escuchado sus súplicas, se detuvo bruscamente.
El local no se diferenciaba a cualquier otra tienda que hubiese visto a lo largo de aquella noche. Regentado por inmigrantes asiáticos, poseía un horario inusualmente flexible, propio de este tipo de negocios, con una gran cantidad y variedad de mercancía a precios escandalosamente bajos con los que el resto de comerciantes no podían competir. Contempló e interior a través del amplio escaparate. Estanterías abarrotadas, desorden, higiene cuestionable, ningún cliente… Aquel último detalle lo termino de convencer. Era una señal, clara e inequívoca. Abrió la puerta, dejando atrás la fría oscuridad que se había adherido a su abrigo, volviéndolo pesado y húmedo. Dejo que el calor le permitiese recuperar la sensibilidad de sus entumecidos miembros mientras caminaba entre por los pasillos, como si buscase algo. Para hacer más creíble su presencia, fue cogiendo productos al azar de los estantes, aprovechando para comprobar que realmente estaban solos. El dependiente, un hombre que, pese al cansancio evidente en su rostro, comprobaba con eficiencia las cuentas de aquel día, suspirando resignado ante los gastos y el escaso margen de ingresos obtenido durante la jornada. Apenas se dignó a saludarlo cuando entro. Llevaba mucho tiempo en aquel negocio y se había confiado, creía poder reconocer con solo un vistazo un cliente de un atracador, aunque aquella capacidad adquirida con los años no se extendía hasta los asesinos. Para aquel hombre, él no era más que otro hombre que se había visto obligado a salir de madrugada para satisfacer los extraños antojos de su mujer embarazada, con las perneras del pijama y las zapatillas de casa asomando bajo el pesado abrigo. Es cierto que la realidad no se encontraba muy alejada de aquella percepción, pero Claudia no quería chocolate belga relleno de caramelo, fresas cuando no era temporada o fideos chinos fritos con salsa de soja. Claudia tenía… necesidades especiales. Y nadie, excepto él, sabía lo difícil que era conseguir complacerla. Por eso no dudo cuando, tras dejar su compra sobre el mostrador, espero hasta que estuviese distraído para sacar la pistola. A pesar de haberla utilizado muchas veces durante los últimos meses, nunca terminaba de acostumbrarse a ella. Era como una malformación, un apéndice no deseado, un cáncer mortal… La detonación se escuchó brevemente por encima del hilo musical, unos segundos, luego el silencio volvió a imponerse. Bordeando el mostrador, contemplo el cuerpo del empleado para asegurarse que no había necesidad de volver a disparar. Un breve vistazo fue suficiente para confirmar que el tiro había acertado. El rostro del hombre era un cuadro que habría deleitado a los amantes del arte vanguardista, lleno de ángulos extraños y colores llamativos que confluían de forma caótica, conformando una grotesca caricatura de un rostro humano. Sus labios se movieron, formando una súplica silenciosa por aquella desdichada alma, ignorando la circunstancia que no profesaban la misma religión ni adoraban al mismo Dios. Cualquiera puede equivocarse, pensó con resignación.
-Mǎlíngshǔ? (¿Papá?)-.
Y él acaba de hacerlo.
Todos recordamos nuestra primera vez. Aquel verano que nuestros padres decidieron abandonar las clásicas vacaciones en el pueblo familiar y optaron por la playa, permitiéndonos contemplar finalmente el mar en persona, sorprendiéndonos y asustándonos con su inmensidad, para después dejarnos deleitar con el frescor fugaz de las olas en contraste con el cálido y áspero tacto de la arena. Nuestro primer beso, fugaz y torpe, demasiado rápido para disfrutarlo, pero lo suficientemente intenso para dejar una huella imborrable en nuestra memoria, pudiendo recordar, a día de hoy, el rostro y nombre de la persona que nos lo regalo sin conocer su importancia. Aquella salida que se prolongó más allá del límite paterno, la sensación de haber desobedecido y traicionado su confianza eclipsada por la emoción que conlleva el quebrantar las normas-y las cantidades indecentes de alcohol- Aquel adiós que significa “para siempre” y no “hasta luego”… Si bien era capaz de recordar todas y cada una de estas experiencias, recreándose en aquellas vivencias pasadas, sin que ningún detalle se viese afectado por el paso irremediable del tiempo; no podía-o no quería-traer al presente el rostro y nombre de su primera víctima, al igual que lo precedieron. Aquella laguna le resultaba incomprensible. Sus esfuerzos no conseguían disipar la niebla de sus recuerdos, tan espesa que su voluntad avanzaba ciega a través del paisaje de la memoria, para acabar pérdida entre formas difusas y, en cierto modo, peligrosas. Puede que fuese eso, una especie de mecanismo de defensa que su propio cuerpo había creado a fin de conservar la escasa cordura que todavía le quedaba. Sin embargo, en ocasiones le gustaría poder saber, aunque solo fuese un nombre, y así dedicarle unas palabras que consiguieran acallar la voz de su conciencia, una confesión que excomulgara la culpa que amenazaba con derrumbar los pocos vestigios que no se habían doblegado ante la evidencia: él era un asesino. Cualquier otra explicación no sería más que una excusa, una mentira convertida en verdad a base de repetirla. Claudia siempre se lo decía cuando lo veía flaquear, y, aunque no quería decepcionar a su familia, cada vez le resultaba más difícil negarlo. Consciente del frágil estado de su esposo, le había prohibido seguir visitando el lugar, y aunque se lo prometía constantemente, siempre faltaba a su palabra. Nunca llevaba nada que pudiera delatar sus intenciones. Un pobre diablo-templó al pensar en aquella comparación-, un hombre gris y anodino en el que nadie reparaba en su paseo por los senderos que discurrían entre los árboles, siempre majestuosos, incluso cuando el frío los despojaba de su elegante frondosidad, quedando sus ramas desnudas y alzadas hacia el cielo, no es gesto de súplica, sino desafiantes, dispuestas a seguir peleando. Ojala pudiera desvanecerse, convertirse en nada y, al mismo tiempo, seguir siendo parte de todo. Puede que lo hiciera. Era un buen sitio para descansar. Allí había tanta vida, tanta luz. Al contrario que su vida, convertida en un vórtice de sombras y muertes. Quizás por eso lo había escogido, si tuviera que elegir un sitio para reposar, para descansar finalmente en paz, sería aquel. Por desgracia, el lugar había sido contaminado, corrompido, adulterado, y él volvía a ser el responsable.
Cuando paseaba, sus pasos eran furtivos y la mirada siempre esquiva. Cualquiera que se hubiese detenido a observarlo habría apreciado estos detalles y hubiese sospechado. Por fortuna, el actual ritmo de vida no permitía el privilegio del reposo y el tiempo era un factor que tendía a atesorarse, en lugar de disfrutarlo. Por eso nadie había descubierto el secreto que se escondía en aquellos parajes. Allí reposaban, como piezas de un macabro tesoro que esperaba pacientemente que alguien lo descubriese. Cuando llegasen las lluvias, el agua purificaría el suelo, defecando los restos de sus crímenes. O puede que algún perro curioso, llevado por el instinto, excavaría y hallaría un festín digno de reyes: cráneos, fémures, húmeros, costillas… Un estudiante de traumatología dispondría de un material que pondría a prueba los conocimientos adquiridos en su facultad, siempre que consiguiese encajar las piezas de aquel rompecabezas capaz de desconcertar al mismo Sherlock Holmes. En todos aquellos huesos, las autoridades encargadas de investigar el caso- pues las habría-descubrirían señales de dientes, dientes humanos. A pesar de sus escasos recursos-en la realidad, nadie disponía de la tecnología que aparecía en las series de televisión norteamericanas, como C.S.I o Bones, si no que se encontraban limitadas por la reducción de presupuesto y los interminables trámites burocráticos-, conseguirían sacar un molde para comparar con su base de datos. Aquel sería un callejón sin salida, pues no encontrarían coincidencias. Si bien, no dejarían de insistir y optarían por examinar el registro de pacientes de los dentistas de la ciudad. Allí darían con una ficha dental que encajaría a la perfección. El siguiente paso sería encontrar presentarse en la dirección que consta en el informe. Un coche patrulla se desplazaría hasta el domicilio, los agentes subirían las escaleras-el ascensor seguía estropeado-, tocarían en la puerta y cuando escuchara el sonido del timbre… Punto sin retorno. El último recuerdo que tendría sería el asfixiante olor acre de pólvora mezclado con la sensación de dolor provocada por el calor de pistola disparada en su boca, pero solo después de haber acabado con Claudia y los niños, porque ellos eran solo víctimas inocentes y no merecían seguir sufriendo cuando él no estuviese. La familia debe permanecer unida, ahora y siempre.
Familia, una hermosa palabra, pensaba cerrando el maletero. Familia, una gran responsabilidad, subió el coche y puso las llaves en el contacto. Familia,… ¿un milagro? Dudo. Solo tenía que girar la muñeca para arrancar, un ligero movimiento que no requería ningún esfuerzo y que, en otras circunstancias, realizaba de forma mecánica. Ahora su mano permanecía quieta, negándose a moverse, al igual que el resto de su persona, vacilante. “No matarás” rezaba el octavo mandamiento, y él lo había incumplido. Llevaba mucho tiempo haciéndolo sin importarle, pero ahora vacilaba. Sus manos estaban manchadas, literal y metafóricamente. Pensó en sirope de fresa al ver la sangre fresca, nunca le había gustado. Su color era demasiado fuerte, su sabor muy dulzón. Odiaba el sirope de fresa, y odiaba matar. Lo odiaba. Aquella era la palabra. Odiaba matar. Odiaba ser un asesino. Odiaba a Claudia. Odiaba a los niños. Los odiaba y, al mismo tiempo, los quería. Los amaba. El amor que les profesaba era fuerte, más fuerte que el miedo o el asco que pudiese sentir. El amor le daba fuerzas donde solo había flaqueza. El amor lo guiaba cuando estaba perdido. El amor era el principio y el final de todas las cosas. Puede que eso hubiese ocurrido en el interior de aquella tienda. La joven, dejándose llevar por el amor hacia su padre, desoyó la amenaza que representaba el sonido del disparo, e ignorando su propia seguridad, salió a comprobar que, en realidad, se trataba de un engaño, una ilusión creada por su cerebro. Por desgracia, había sido real. El shock al comprobar que el padre, que tanto había amado y respetado, yacía a sus pies le facilito el trabajo. No necesito mucho para dejarla inconsciente. Un certero golpe en la base del cráneo fue suficiente. Él la cogió antes de que tocase el suelo, no quería seguir maltratándola si no era necesario. Su intención era llevársela en las mejores condiciones y presentarla en todo su esplendor a Claudia, quien apreciaría el detalle. La carne joven siempre era más tierna, su sabor más dulce y su sangre cálida. Debía reconocer que se asustó al verla aparecer, con su expresión preocupada y cautelosa, como un cervatillo. Sin embargo, enseguida vio el auténtico cariz de aquella situación. Dios quería que se la llevase a ella, el padre solo era un obstáculo, una prueba que había conseguido superar para obtener su auténtica recompensa. Eso significaba que seguía velando por él, ayudándole en aquellos tiempos tan difíciles, indicándole el camino a seguir… “No te decepcionare, señor” prometió en silencio enfilando el cruce que lo llevaba a su casa “Y a ti tampoco Claudia”.
-¿Claudia?
Ella lo observaba vacilante desde el pasillo, con expresión preocupada en su hermoso rostro. Temía que la rechazara, asqueada por su aspecto. La boca, pequeña y jugosa; las manos, hábiles y primorosas; el pecho y el vientre, ahora voluptuosos… Todo estaba cubierto de sangre aunque no era propia. Pertenecía a la joven que su marido le había traído para que pudiese alimentarse. Le dolían la mandíbula y sentía los dedos agarrotados. Sin embargo, lo peor era el hambre que todavía le atenazaba el estómago, una desagradable sensación que no desaparecía por mucho que comiese. Ignorando a su esposo y su propio sentimiento de culpa ante la debilidad de su carne, entró en la cocina con paso presuroso. Abrió la puerta de la nevera, donde guardaba la mayoría de sus provisiones. En el interior, un penetrante olor le impacto en pleno rostro. Con tristeza, recordó cuando todavía la asqueaba; ahora, en cambio, la tranquilizaba. Las tres estanterías estaban llenas de envases de plástico, todos ellos con sus correspondientes etiquetas que indicaban su contenido. Ansiosa, como una niña en una tienda de golosinas, paseo la mirada, intentando decidirse por uno. Sus dos pequeños protestaron por la tardanza. Claudia agarro la incipiente barriga que comenzaba a tomar forma, acariciándola con dulzura. No era aquello lo que esperaban, pero había sido demasiado. Demasiados años de falsas esperanzas, de intentos fallidos, de ir y venir de clínicas en las que solo recibían negativas... Por ello, cuando les ofrecieron aquel tratamiento experimental para la fertilidad, supieron que era su última posibilidad para poder formar una familia y la aceptaron, pese a las advertencias. Durante las primeras semanas de gestación no ocurrió nada extraño o por lo que mereciera preocuparse. Sin embargo, comenzaron los antojos. Todas las embrazadas los tenían, aunque los suyos eran un poco diferentes. Ella quería carne, solo carne, aunque no cualquiera. Durante algún tiempo consiguieron engañarlos, pero pronto se volvieron demasiado inteligentes y los descubrieron. Jamás olvidaría aquella noche, cuando sus propios hijos estuvieron a punto de matarla. Furiosos y hambrientos, comenzaron a devorarla desde el interior. Afortunadamente, su marido supo reaccionar. Sin detenerse a pensar en las consecuencias, pensando exclusivamente en su bienestar, consiguió lo que tanto querían. Ella nunca le pregunto cómo, aunque tampoco le importaba en aquel momento, pues su única preocupación era comer antes de ser ella quien fuese devorada. Después de aquello pensaron en la posibilidad del aborto. Aquella misma mañana fueron al ginecólogo y vieron por primera vez a sus pequeños. La ecografía estaba colgada en la puerta de la nevera, donde pudiesen verla todos los días al despertarse, recordándoles el motivo por lo que lo hacían. En la imagen aparecían dos tiernas criaturas, dos pequeños ángeles muy desarrollados para el poco tiempo de embarazo transcurrido, con unos ojos llenos de la inteligencia y experiencia propios de un adulto, así como de un extraño brillo animal, primitivo. Sin embargo, Claudia no apreciaba este último detalle, para ella no tenían ningún defecto, solo que eran un poco diferentes al resto de niños, solo un poco. A menudo no podía evitar preguntarse cuantas sorpresas más podían repararles. Y mientras pensaba en ello, apartaba tarros en los que se leía comida china, mexicana, española, italiana, japonesa, polaca… Afortunadamente, la sociedad actual era la suficientemente multi-étnica y multi-cultural para satisfacer los deseos de sus pequeños, por muy extraños que estos pudiesen ser. Si bien, ahora no encontraba lo quería.
- Cariño, ¿podrías traerme una cosa más?
A pesar de tener que salir prácticamente todas las noches para satisfacerlas, todavía se estremecía cuando la escuchaba hacerle aquella pregunta, porque significaba que tendría que volver a matar para que Claudia y los niños pudieran sobrevivir.
- ¿Podrías traerme…-él apretó cerro fuertemente las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos y contuvo tanto el aliento que el pecho comenzó a dolerle- un helado de chocolate?
- ¿Qué has dicho?-preguntó incapaz de creer lo que acababa de escuchar e intentado no llorar de alegría.
- Un helado de chocolate. Sé que es pedirte demasiado en una sola noche, pero es que tengo un antojo muy fuerte de algo… ¿dulce?.
Aún conmocionado, se acercó a ella e, ignorando la sangre aún fresca sobre su piel y su ropa, la abrazo y la beso con una pasión que ya no recordaba. Y mientras lo hacía, pensó que quizás no estaba todo perdido, quizás no era tarde y quedaba alguna esperanza, por muy pequeña que esta fuese.
- Enseguida vuelvo-le prometió dándole otro beso, esta vez más breve, pero no por ello menos intenso.
Claudia, todavía desconcertada, vio como se dirigía hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano sobre el pomo y estaba dispuesto a salir, volvió a llamarlo.
- Una cosa más…
Podía haberla ignorado, hacer como que no la había escuchado y volver más tarde con el helado todavía frío, confiando que se hubiese olvidado; pero, si lo hacía, sabía que estaría condenando a Claudia a una muerte horrible y dolorosa, y los asesinos serían sus propios hijos.
- ¿Qué ocurre?
- Procura que el helado tengo esos trozos de bizcochos de chocolate que tanto me gustan.
- ¿Brownies?
- Exacto. Sé que es un antojo extraño-se disculpó ella.
- En absoluto, cariño. En absoluto.
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