Génesis (III)
Nadie se acostumbra al dolor, ni siquiera aquellos que hayan convivido toda la vida a su lado. Pro eso, mientrás coasí mis heridad procuraba controlarlo, sin resultado. Lloraba, rogando para que todo terminase lo más pronto posible, aunque sabía que no había nadie para escuchar mis súplicas. A causa de la pérdida de sangre, mis manos se había vuelto torpres y mis vomientos vacilantes, prolongando aquel sufrimiento hasta hacerlo insportable. En lugar de curar, dañaban todavía más la carne herida. Existen personas que poseen la capacidad de bloquearlo, yo no me encontraba entre ellas. Aspiré una profunda bocanada de aquel aire viciado y, reuniendo la escsa voluntad que me quedaba, realicé la última puntada. Confiaba que el hilo resistiese. Se trataba de una solución temporal, aunque chapuza era la palabra que mejor se le ajustaba. Nunca antes había cogido hilo y aguja. Ahora mi piel era un patrón en el que aprendía a cosar por necesidad. Observé mi obra con una mezcla de orgullo, alivia, desprecio e impotencia; consciente de que no aguantaría hasta que el tejido hubiese ciatrizado lo suficiente antes de retirarlo en otro proceso largo y doloroso. Sin mebargo, me sentía agradecida. A pesar del mal aspecto de la herida, no desprendía olor a queso curado que precedía a la gangrena. En una ocasión no conseguí encontrar refugio mientras huía por las montañas, las gélidas temperaturas y la nieve estuvieron a punto de acabar conmigo, pero conseguí cruzarlas antes de que fuesen demasiado tarde. Sin embargo, tuve que pagar un alto precio por mi osadía. Tres dedos del pie izquierdo, uno del derecho y otro de la mano derecha. Por fortuna, ninguno que fuese importante, al menos en lo que respecta a la mano. Los pies, en cambio, si se convirtieron en un problema. Desde entonces sufro de una leve cojera, nada especialmente llamativo o que pueda percibirse a simple vista, pero me limita en muchos aspectos. Siempre he sido una buena corredora, no a nivel de competición, pero tengo resistencia y, si me esfuerzo, también velocidad. En mi antigua habitación se acumulan los recuerdos de aquellas carreras. Pequeñas victorias donde lo relamente importante era superar, no posición al curzar la línea de meta. Ahora, la victoria más grande era sobrevivir, porque el premio era mi vida. Durante un tiempo opté por moverme solo de noche. las sombras me ofrecían protección en caso de verme sorprendida, el tiempo suficiente para preparar mi arma, apuntar y disparar. Sin embargo, también implicaba otros peligros. La oscuridad es el refugio de nuestros miedos, que adoptan las más diversas formas para atormentarnos fuera del mundo de los sueños, convirtiéndose en una mortífera realidad. Las criaturas de aquellas horas no mostraban la misma compasión que sus hermanos de día. Eran más crueles y sádicas. No se conformaban con matar, sino que necesitaban disfrutar haciéndolo. A pesar de mi reciente minusvalía, me obligue a convivir con ella. Aquellos meses fueron los más duros, porque tuve aprenderlo todo desde un principio. Si había conseguido crearme una falsa sensación de normalidad con mi rutina, está desapareció. Debía recuperarla, aunque ya sabía que no sería un proceso fácil, y mucho menos agradable. Pero antes tuve que realizarme mi primera intervención seria. Un violento temblor sacudió mi cuerpo ante aquel recuerdo, tan intento como el palpitar de la herida de mi costado.
Aquel edificio era el lugar ideal para realizar la operación, allí nadie me molestaría durante la misma y la que esperaba que fuese una larga convalecencia. Estaba decidida a hacerlo, aunque tampoco es que tuviese muchas alternativas. A mis pies reposaba todo el material que iba a necesitar. Era consciente de que iba a agotar todas mis reservas de penicilina, así como de antibióticos. Nuevamente me repetí que era necesario. El agua llevaba tiempo borboteando. Saqué con cuidado el cuchillo, procurando no quemarme. La hoja relucía limpia, casi parecía nuevo. Confiaba que el tiempo que había estado sumergido hubiese sido suficiente para desinfectarlo. nada era seguro. Podrían ocurrir tantas cosas, y todas mal. Aparté aquellos lúgubres pensamientos. Ahora no era el momento de vacilar. Contemplé mis pies. Los dedos muertos, quemados y ennegrecidos. Toqué uno de ellos con la punta del cuchillo, el menique del izquierdo, hasta hundirlo. Era carne muerta y, sin embargo, desprenderme de una parte de mi, aunque fuese tan pequeña, me resultaba inconcebible. Si ni siquiera me provocaba dolor, ¿por qué hacerlo? Pensé en olvidarme de aquella locura, guardarlo todo y dormir. Un par de horas de sueño me ayudaríana pensar y, por la mañana, verías las cosas desde otra perspectiva. es posible que encontrase otra solución, cualquiera excepto aquella. Me estaba engañando y lo sabía. Hazlo, me insté, hazlo ahora. Cogí con decisión el cuchillo y puse la hoja en paralelo a los tres dedos. Hazlo ahora, me repetí. ¡Hazlo ya!
Cuando desperté no sabía el tiempo que había transcurrido. ¿Minutos? ¿Horás? ¿Dias? ¿Acaso importaba? Por fortuna, no había soltado la toalla que envolvía el pie amputado tras desmayarme y la presión había conseguido detener la hemorragia. Sin embargo, aquellos no había terminado. Debía limpiar la herida, coserla, desinfectarla y vendarla. Después, tendría que repetir el proceso otras dos veces con el pie y la mano derecha. Esto va a ser un trabajo por partes, pensó. Puede que fuese el efecto de las drogas, ingeridas como caramelos al despertar, o la preocupante pérdida de sangre. O quizás se debiese al est´rés acumulado durante los últimos meses, por todas las penuarias que había tenido que sorportar, primero acompañada, luego sola. No sabría explicarlo, solo sé que aquel macabro pensamiento, lleno de humor negro, me provocó un ataque de risa. Al principio pensé que iba a vomitar, aunque ya lo hubiese hecho antes de caer insconciente y ya no me quedase nada en el estómago. Luego me di cuenta de que aquellos espasmos se debían a las carcajadas que estaban reprimiendo. Dejé que la risa fluyese con naturalidad. No recordaba la última vez que había disfrutado de aquella sensación. Reí hasta el agotamiento, creyendo que nunca podría parar, y no me importaba. Reía sentir las lágrimas recorriendo mi rostro, dejando surcos en la piel sucui que bien podrían simbolizar el tortuoso camino recorrido hasta llegar a este horrible momento. Reí hasta doblarme en el suelo, incapaz de respirar por el intenso dolor del costado, pensando que iba a romperme por dentro y nadie podría arreglarme, porque estaba sola, sola con ellos. Reía hasta sentir que mi cansada mandíbula iba a desprenderse por el esfuerzo y solo me quedaría la lengua colgándome como un repulsivo gusano, retorciéndose ante cada nueva carcajada. Reí... y paré. Todo terminó tan bruscamente como había empezado. Seguía en la misma posición en la que había despertado y trabajo por hacer. Vamos allá, me animé alargando la mano hacia el cuchillo. Aparte los tres pequeños trozos de carne y uña todavía sanguinolentos sin prestarles mayor atención y lo volví a sumergir en el agua con una mano, mientras que la otra apartaba la improvisada venda para comprobar la gravedad de mi chapuza. El fuego seguía encendido, apenas unas ascuas. Eso significa que no había transcurrido tanto tiempo como temí al principio. Aquella idea consiguió animarme y temí volver a reir sin control. Por fortunada, no ocurrió y continue con la cura. De hecho, fue la última vez que reí.
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