Una familia feliz
Soy un hombre de rutina, anclado
en viejas costumbres donde la familia siempre tiene prioridad por encima de
todo lo demás. Algunos dicen que soy obsesivo y que mi incapacidad para aceptar
los cambios resulta perjudicial, no solo
para mí, sino también para el resto de personas que me conocen y, de algún
modo, que forman parte de mi vida. Siempre he procurado mantenerme al margen de
este tipo críticas, incluso cuando provienen de mi mujer o de mis dos hijas. Tres
mujeres asombrosas que consiguen hacerme sentir como el hombre más afortunado
del mundo, aunque no son perfectas.
Clara, mi mujer, siempre fue una mujer
demasiado independiente y liberal. La idea del matrimonio nunca entró en sus
planes de futuro; ella quería ser algo más que una simple esposa y madre. Tenía
sueños y grandes esperanzas depositadas en proyectos que nunca habrían funcionado. Ella jamás
comprendió que la ilusión no es suficiente para salir adelante, tampoco paga
las facturas o pone un plato sobre la mesa. En ocasiones pienso que me culpa y
siente que el anillo que simboliza nuestra unión como en pareja es, en
realidad, los grilletes de una cadena que cada año se le hace más pesada. Por supuesto, nunca expresa este descontento
de forma directa, ella prefiere mostrar su descontento de otras maneras.
Durante los últimos meses la he sorprendido, en varias ocasiones, con la mirada pérdida, soñando despierta, sin poder evitar que un suspiro lánguido escapase de sus carnosos labios. Una princesa obligada a permanecer encerrada hasta la llegada de su auténtico príncipe azul mientras un ogro (que soy yo) evita cualquier intento de huida, aprisionando su espíritu entre aquellas paredes, dejando que se marchite en vida.
Durante los últimos meses la he sorprendido, en varias ocasiones, con la mirada pérdida, soñando despierta, sin poder evitar que un suspiro lánguido escapase de sus carnosos labios. Una princesa obligada a permanecer encerrada hasta la llegada de su auténtico príncipe azul mientras un ogro (que soy yo) evita cualquier intento de huida, aprisionando su espíritu entre aquellas paredes, dejando que se marchite en vida.
Clara es melodramática.
Pienso que todo es culpa de aquel maldito curso de teatro que organizaron hace
algunos años. Aquel director consiguió introducirle aquellas ideas de la
capacidad abandonar el yo físico y otras gilipolleces similares, más propias de
una secta lava cerebros con Ariel, que deja la ropa más blanca y los cerebros
vacíos. Por supuesto, ella lo negó todo, argumentando que el director solo
estaba hablando de la capacidad de convertirse en otra persona en vida. No pude
evitar que se me escapase una carcajada. Resulta que ahora le daban charlas
sobre resurrección. Seguro que lo siguiente hubiese sido realizar una donativo
“voluntario” para el proyecto que, poco a poco, iría incrementándose hasta
llegar un día del trabajo y descubrir que mi casa ya no me pertenecía, sino que
la inteligente de mi mujer había cedido la escritura a un grupo de chalados que
se paseaban desnudos y practicaban el amor libre en espera de que llegase una
nave extraterrestre proveniente de Felizolandia o algún destino parecido para
llevárselos a su planeta, donde correrían por prados sacados de los anuncios de
compresas. Menos mal que estaba yo allí para sacarla de aquel grupo de
lunáticos antes de que cometiera alguna locura. Desde entonces, Clara dedica su
tiempo libre a actividades que pueden realizarse dentro de casa, donde no existe
el riesgo de verse nuevamente influenciada por semejantes hipócritas que se
aprovechan de su ingenuidad. En el fondo, sigue siendo aquella joven de la que
me enamoré y cuya impaciencia fue la responsable de su temprana maternidad. Sí,
mi intención era llegar virgen al matrimonio, conservarme casto para la mujer
de mi vida. Sin embargo, consiguió tentarme. Clara fue mi Eva y su clítoris,
siempre húmedo y dispuesto, mi fruto prohibido. O al menos lo fue hasta que
cedí ante la lujuria de su cuerpo. Después del nacimiento de nuestra primera
hija, Sara, mi princesa, no dejó que la volviese a tocar. Tuve que recordarle
que, entre los deberes de una buena esposa, se encontraba la satisfacción del
marido. Reconozco que me excedí aquella noche, pero el fin justificaba los
medios. Desde entonces, nunca volvió a resistirse y se me entregaba de forma
dócil. Si bien extraño su anterior dinamismo entre las sábanas, reconozco que
su sumisión a mis deseos me resulta igual de excitante. Saber que posees la
capacidad para hacer que otras personas hagan lo que tú quieres… Solo pensarlo
consigue que se me ponga el miembro duro.
Comprendedme. Nunca he sido de
grandes aspiraciones. Cuando era niño no deseaba convertirme en un hombre
de negocios de éxito, jamás quise seguir el ejemplo de los grandes emprendedores como
ese del jersey hortera o el otro que se tatúa el símbolo de su compañía en el
tobillo. Es obvio que el poder en exceso corrompe el alma del ser humano, y yo
no quiero eso. Siempre me ha gustado pasar desapercibido en el trabajo, no
necesito que me reconozcan en ese aspecto. Nunca me han ascendido, y tampoco me
ha importado. Estoy contento con mi puesto de “chupatintas”, como lo designan
algunas personas que no entienden la importancia de mi función,
pues cada trabajador representa una pieza esencial en la maquinaria de
cualquier empresa, ya sea pequeña o grande. En mi caso, realizo funciones
administrativas para una compañía de piezas de recambio. Básicamente gestiono
los pedidos tanto por parte de los proveedores como de los clientes. Si yo no
estuviese, nadie recibiría sus piezas cuando las necesita y el negocio no
tardaría en arruinarse, pero eso al resto de mis compañeros de departamento no
parece importarles. La mayoría llevan toda la vida allí trabajando y están
aburridos de sus puestos y sus
interminables jornadas iguales a las del día anterior y el siguiente. Han
perdido toda la ilusión y ahora solo esperan poder jubilarse para pasar sus
últimos días sentados en un banco de cualquier parque dando de comer a las
sobrealimentadas palomas, más parecidas a pavos en miniatura por su volumen.
Ahora, en plena recesión
económica, el negocio está prosperando. La gente no puede permitirse comprarse
un vehículo nuevo y procura conservarlo el mayor tiempo posible. Resulta
curioso comprobar cómo una persona puede enriquecerse a costa de las desgracias
ajenas. Conste que no lo digo por mí, yo no soy esa clase de persona, sino por
mi jefe. A pesar de su carácter afable y su ancha sonrisa, casi tan amplia
como su inmensa barriga y su enorme trasero que apenas cabe en la minúscula
silla de su despacho (además tacaño, porque con todo el dinero que está
metiéndose en los bolsillos podría comprarse un sillón decente, uno que dijese «Aquí soy yo el que manda.», estoy
seguro de que no es lo que aparenta. Seguro que utiliza el dinero de la empresa
para pagarse sus vicios, como cocaína o putas. Espero que un día sufra una
sobredosis y lo encuentren ahogado en su propio vomito, rodeado de polvo blanco
y un bote de viagra casi vacío, con las que conseguirá prolongar sus orgías
gracias a la química de esas milagrosas pastillas azules. Sin embargo, parece
que el resto de mis compañeros no se percatan de la doble personalidad de
nuestro amado patrono. Todo el mundo afirma que es un buen tipo, un hombre
simpático, una especie de Papa Noel en carne y hueso. Una panda de estúpidos
incompetentes y lameculos. Por eso soy tan importante, porque soy lo bastante
inteligente para percatarme de la verdad, mientras el resto se hace el subnormal
y finge realizar su trabajo sin percatarse del auténtico hijo de puta que
los tiene esclavizados 45 horas a la semana por un sueldo mísero. Aunque es
lógico; si el viejo se lo gasta todo en sudacas y asiáticas para satisfacer su
insaciable lascivia, normal que el margen de beneficios sea tan exiguo, incluso
ahora que el negocio remonta. Subidas de
impuestos, quiebra de proveedores, facturas impagadas de los clientes… Todo
excusas, pretextos para no ver la realidad. Ovejas que se dirigen dócilmente al
matadero. Sin embargo, siempre hay lobos disfrazados con una falsa piel de
cordero.
En realidad no me importaría ser
rico, así podría dedicarle todo el tiempo a mi familia. Después de horas y
horas colgado al teléfono, atendiendo a proveedores incompetentes y clientes
impacientes a los que no dudaría en enviar al infierno. No solo verbalmente,
sino que los cogería del cuello y los arrastraría hasta las mismísimas puertas,
donde esperaría a saber el tipo de torturas que les tienen reservadas a todos
esos mal nacidos vanidosos. El mundo sería un lugar mejor si pudiéramos
deshacernos de esta basura humana. De este modo solo quedarían los ciudadanos
respetables y excelentes cabezas de familias. Por eso me siento tan orgulloso
de mantener unida a mi familia, un auténtico ejemplo para el resto. Procuramos
cenar juntos todos los días de la semana, siempre a las nueve. De esta forma,
tenemos tiempo para conversar sobre los acontecimientos del día. Por supuesto,
Clara apenas abre la boca durante las comidas, porque siempre contaría las
mismas aburridas anécdotas: «-Después de desayunar, recogí la mesa y fregué los
platos. Cuando la cocina quedó limpia, puse varias lavadoras y, mientras
esperaba que terminasen, pase la aspiradora por el piso de abajo…-» Las noticias
de economía me provocan menos sopor. Por eso me vi en la obligación de hacerle
saber que a nadie de aquella familia le interesaba su aburrida existencia de
ama de casa y, si no tenía nada interesante que aportar a la conversación,
mejor que guardase silencio. Ella obedeció. Ahora, apenas levanta la vista de
su plato, solo habla para pedir algo de la mesa y sonríe con timidez cuando
adulamos sus platos. Clara tendrá muchos defectos, pero reconozco su talento en
la cocina. Puedo sentir la envidia de mis compañeros cuando saco mi fiambrera
con la comida casera preparada por mi mujer, mientras ellos deben conformarse
con un bocadillo o alguna cosa de la máquina expendedora. En nuestra casa
siempre flotan los deliciosos aromas de un nuevo manjar. Reconozco ser un
hombre de buen apetito que disfruta comiendo. Hace mucho que dejó de importarme
el tipo y desde hace tiempo luzco una figura generosa, aunque no
desproporcionada como la de mi «amado» jefe. Sin embargo, me preocupaba que
Clara también engordase. Entendedme, un hombre puede permitirse descuidarse un
poco, pero en una mujer, las consecuencias de este abandono siempre son más evidentes.
Por ese motivo, Clara debe prepararse su comida aparte, mucho más ligera y
nutritiva. Además, realicé una importante inversión para convertir una de las
habitaciones de la casa en un completo gimnasio, donde pasa varias horas al día
perfeccionando su figura. Tampoco me importa darle dinero para ir a la
peluquería o al centro de belleza, y siempre que puedo la acompaño a comprarse
ropa. Disfruto al comprobar la mirada de admiración de las dependientas cuando
sale con algún conjunto que parece haber sido diseñado exclusivamente para
ella. En las pocas ocasiones en las que salimos la paseo orgulloso, cogida de mi
brazo, dejando bien claro a quien le pertenece. Si bien,los anillos deberían
ser un aviso suficiente para cualquiera, siempre hay algún listillo que la mira
más tiempo del necesario o se acerca con alguna excusa barata para poder hablar
con ella. ¿Acaso le has visto que lleve un reloj? ¿O que sus dientes estén
manchados de nicotina? ¿Crees que mi esposa en un puto GPS? Por supuesto, ella
los ignora, dándoles a entender que es una mujer felizmente casada. Porque lo
es. Sería una malnacida si no supiera reconocer todo cuanto he hecho por ella
durante todos estos años. Además, yo le perdonado muchas decepciones, como que
solo haya podido tener hembras. No penséis mal, quiero a mis hijas nuestra
familia, pero sería mucho más feliz con un niño.
Cuando el doctor nos dijo que
Clara no pondría tener más hijos todo mi mundo se derrumbo. Todos los abortos
que había sufrido habían sido varones. Con Sara y Mónica nunca tuvimos
problemas, pero era como si el cuerpo de mi mujer rechazara el cromosoma Y. Durante
un tiempo tuve sospechas de que aquellas interrupciones habían sido provocadas.
Clara pasaba muchas horas sola en casa, tenía tiempo (y medios)
suficientes para fingir un accidente que dañase al feto lo suficiente como para que se
desprendiese de la seguridad del útero y fuese expulsado a un mundo que lo esperaba
con impaciencia, pero no de forma tan precipitada. Los resultados de las
pruebas médicas eliminaron cualquier recelo, pero la verdad no fue menos
dolorosa. Después del cuarto embarazo consecutivo, el riesgo era demasiado alto
y tuvimos que renunciar a la idea de tener otro hombre en la casa, una pequeña
versión de mí. Sin embargo, al igual que en anteriores ocasiones, no dedicamos
tiempo a llorar al hijo que jamás tuvimos. Podría decirse que nos habíamos
acostumbrado y, en realidad, aquella noticia fue una liberación. En parte al
saber que la culpa no era mía, sino de ella. Siempre supe que Clara no quería
terminar siendo madre, que este deseo había permanecido en su
subconsciente, mostrándose a través de aquel rechazo físico, arrancado mi semilla
de sus entrañas como si de una mala hierba se tratase. Eso era algo
imperdonable.
Seguimos siendo un matrimonio
ejemplar y nuestras hijas han crecido hasta convertirse en unas jóvenes guapas
e inteligentes. En ocasiones me sorprendo mirándolas de la misma forma que
solía mirar a Clara durante nuestros primeros años de enamorados. Al fin y al
cabo, físicamente son el reflejo de su madre. Observé con impotencia cómo sus
cuerpos comenzaron a adquirir las primeras curvas femeninas, sin que yo pudiese
disfrutar de ellas, salvo con la mirada. Cierto que mis ojos se demoraban en
exceso, contemplando el bulto de sus senos en crecimiento bajo la tela en
jersey o la suave curva de sus caderas cuando caminaban, pero era la admiración
propia de cualquier padre al comprobar que sus pequeñas habían crecido
demasiado rápido. Simplemente no estaba acostumbrado a verlas de esa forma. Por
desgracia, Clara no lo entendía. Jamás había osado levantarme la voz hasta
aquella tarde, cuando me sorprendió espiando a nuestra hija mayor, Sara, quien
había adquirido la mala costumbre de sentarse con las piernas abiertas, incluso
cuando llevaba aquellos trozo minúsculos de tela que ella insistía en llamar «faldas» y la hacían parecer tan puta
como su madre. Un día tendría que sentarme con ella para hablar muy seriamente
sobre su alarmante pérdida de pudor. Los hombres, llegados a una edad, nos regimos
exclusivamente por las hormonas. Sharon Stone supo aprovecharlo en “Instinto Básico”. Es más, ahora que lo
pienso, los inexistentes tangas que lleva producen la ilusión de que debajo no hay
nada, salvo un hueco húmedo y cálido que desconoce todo el placer que puede
proporcionarle. Si fuese un chico podría enseñarle las mejores formas de
obtenerlo, solo o en compañía. Sin embargo, ser padre de dos hijas te impide
disfrutar de esta experiencia, recayendo toda la responsabilidad en su madre.
Esto me disgusta, pues no la considero capaz de enseñarles lo necesario para
complacer a un hombre. Seguramente les meterá en la cabeza todas aquellas
absurdas ideas de «placer y satisfacción mutua». Quizás es la impotencia de saber sus propias limitaciones lo que la
enfurece, pues es consciente de que, tarde o temprano, ellas acabaran por pedirme
consejos. No tener la confianza de sus propias hijas la frustra y lo paga
conmigo, inventándose esas horribles historias sobre mi malsana obsesión con
las niñas. Es obvio que Clara está enferma. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Fácil, porque la quiero demasiado y mi amor me ha cegado durante demasiado
tiempo. Ahora es demasiado tarde para curarla antes de que cometa alguna locura.
Tiemblo al pensar lo que nos puede ocurrir y, todavía peor, lo que tendría que
hacer para impedírselo.
Desde que soy consciente de su
delicado estado de salud mental, también me he percatado de otros detalles
igual de preocupantes. Si antes su silencio me resultaba agradable, ahora su
mirada perdida me asusta. Quiero saber lo que piensa cuando se sumerge en sus
ensoñaciones estando despierta, pero ella siempre contesta con un lánguido «nada».
Mentirosa. Sé que me oculta algo, algo importante. Ojala pudiera abrirle su
dura sesera y violar su cerebro con mis manos, explorando
entre capas y capas de recetas de cocina, cotilleos y sueños frustrados hasta
alcanzar el secreto que se niega a desvelarme. En mis manos he sostenido toda
clase de objetivos que me hubiesen servido para este propósito, algunos por su
considerable tamaño y otros por la contundencia con la que impactarían sobre su
cráneo. Sin embargo, cuando imaginaba su bello rostro destrozado por la fuerza
del golpe, lo bajaba, para reprocharme después mi falta de cojones. Era obvio
que la paternidad me estaba quitando mi hombría; antes no habría dudado en
emplear la fuerza para conseguir lo que quería de ella, pero con las niñas me
resultaba imposible. No me importaba que se quedasen sin madre. Siempre podría
rehacer mi vida, tras unos años de riguroso luto, convertido en un viudo
ejemplar roto por el dolor que llorase amargamente la pérdida de su querida
esposa. Con todo, pasado ese tiempo,
guardaría todos los hermosos recuerdos que un día compartimos en cajas y
después los llevaría al rincón más apartado del desván, donde la humedad y los insectos se encargarían de
borrar los últimos vestigios de su existencia. Al igual que los gusanos hacen
desaparecer la carne de los huesos, mis esfuerzos conseguirían que las niñas
aceptasen a su nueva madre. Alguien tan joven que podrían confundirla con su
hermana mayor, con la que no se sentirían avergonzadas de su compañía y que
sería, además, su mejor amiga. Además, Clara comenzaba a acusar los síntomas
propios de la edad. Cierto que solo eran unas pequeñas arrugas, solo visibles
tras concentrase mucho tiempo en una determinada zona del rostro, y su pelo ya
empezaba a clarearse por determinadas zonas, sobre todo las sienes. Sin
embargo, estos pequeños defectos acabarían por convertirse en daños
irreversibles en su cuerpo, con independencia del dinero que invirtiese en repararlos.
Una simple tirita en una pierna rota. No, lo mejor era ahorrarle todo ese
sufrimiento de ver como su belleza se marchitaba. Aparte de eso, el dinero me
vendría muy bien para mi segunda boda. Por supuesto, tenía varias candidatas,
mujeres del trabajo, casi todas becarias, incapaces de resistirse al atractivo
de un hombre maduro. Si bien sabían fingir indiferencia, había sorprendido a
varias de ellas mirándome con el rabillo del ojo, mientas se mordían con picardía
el labio inferior o jugaban coquetamente con un mechón suelto de pelo. Reconozco
que me he sentido tentado, sobre todo cuando se producen esos encuentros «casuales»
en algunos de los rincones más íntimos de la empresa, los «picaderos» como se
conocían vulgarmente. Cuán difícil era ignorar aquel instinto primitivo por la carne
fresca, recordándome que estaba casado. Aunque
puede que no por mucho tiempo…
Las niñas también empiezan a tener
un comportamiento extraño. Si antes se mostraban respetuosas y nunca se habían
atrevido a cuestionarme, ahora muestran una actitud rebelde. Me desobedecen
continuamente, infringiendo normas tan sencillas como estar en casa a las siete,
justo después de sus actividades extraescolares, o cenar todos juntos. Con
frecuencia han cenado con gente a la que no conozco, aunque ellas afirman que
son sus «amigas» y su madre se lo permite, sin consultarme. Del mismo modo, los
viernes noche, cuando celebrábamos nuestra noche familiar viendo grandes
clásicos del cine o entretenidos con juegos de mesa, ellas prefieren ir al cine
o, directamente, pasar la noche fuera. Tampoco quieren hacer nuestras
excursiones de fin de semana al campo y, cuando consigo llevarlas, se muestran
hoscas e irascibles, como si estuviesen siempre «en esa semana»Cuando regresamos, volvemos más enfadados y
estresados, con ellas dos quejándose en el asiento trasero del coche, diciendo frases
tan dolorosas como «Gracias por
estropearnos otro fin de semana, papá». Malditas niñatas desagradecidas. Un
día de estos… Algunos padres que conozco afirman que es normal, cosa de la
edad. Sin embargo, yo sé lo que está pasando. Es Clara. Ella las está volviendo
en mi contra. Aprovecha el tiempo que pasa con ellas mientras estoy en
la oficina para meterles ideas raras en la cabeza, inculcándoles el mismo
veneno. Debo impedirlo, pero no sé cómo hacerlo. ¿O quizás si?
Esta noche he decidido cocinar yo.
Estoy de buen humor y quiero aprovecharlo para preparar mi gran especialidad. Cordero
asado con patatas al horno, acompañado de una completa y nutritiva ensalada.
Sin embargo, lo mejor es el postre, me he acercado a una pastelería cercana y
he comprado una bandeja de pastelitos, pequeñas exquisiteces que proporcionan
un gran placer, además de botes de litro que contienen helados de exóticos
sabores como tarta de queso con salsa de fresa, dulce de leche, vainilla con
nueces de Macadamia, chocolate belga con trozos de galleta o sorbete de mango.
En el supermercado la cajera me preguntó si celebraba algo y acertó, aunque no
se lo dije. Detesto a semejantes cotillas que intentan hacer más interesantes
sus trabajos utilizando la vida de los demás. En cualquier caso, estoy tan
feliz que decidí responderle con una de mis mejores sonrisas, incluso le dije
que se quedase el cambio. Regresé a casa, donde mi familia (que bien suena
decirlo) me esperaba impaciente. Desde aquella noche, cuando decidí tener una
charla familiar con las tres, las cosas volvieron a su estado natural. Ahora
todo era perfecto. Se acabaron las peleas, los chillidos, los portazos y otras
costumbres igual de desagradables que comenzaban a forma parte de nuestra
rutina habitual. En nuestra casa solo
había sitio para el amor, como siempre debería haber sido. Reconozco que fue
más difícil de lo que inicialmente había planeado. Clara, como siempre se
limitó a mantener la cabeza gacha y guardar un sumiso silencio, pero las niñas…
Ellas se pusieron histéricas. Apenas había hablado, dándome tiempo a exponer
los motivos de aquella improvisada reunión, cuando comenzaron a
comportarse como si estuviesen poseídas. Chillaban al igual que las hienas
frente a una nueva presa, soltando por la boca auténticas barbaridades. Durante
un instante pensé que en cualquier momento empezarían a vomitar culebras vivas,
cayendo al suelo todavía vivas para incorporarse y atacarme. Fue horrible. Me
acusaron de crímenes horrendos, como maltratar a su madre o meneármela pensando
en ellas. Tuve que poner freno a aquella locura antes de que las cosas siguiesen
descontrolándose. Por primera vez en toda mi vida, tuve que pegarles. Sin
embargo, repuestas de la impresión del primer golpe, volvieron a aquel estado
demoníaco, obligándome a repetirlo, con mayor fuerza. Y así sucesivamente, hasta
que ambas se calmaron y volvieron a guardar silencio. Bendito silencio. Por su
parte, Clara no mostró en ningún momento intención de defenderlas, permaneció
en el sofá, temblando como una hoja agitada por los vientos del cambio de
estación. ¿Dónde está vuestra querida madre ahora?, pensé con sorna. Por supuesto,
también tuve que darle una lección a ella, para que no volviese a ocurrírsele
poner a mis pequeñas en contra de su padre, el único capaz de protegerlas, de
evitar que sufrieran cualquier daño por parte de cualquier psicópata de los que
ahora tanto abundan, disfrazados de ciudadanos ejemplares y padres de familia
modélicos. Yo impediría que cualquier mal entrase en esta casa. Ese era el
motivo de aquella improvisada celebración. Después de esta dura experiencia, ya
nada podría separarnos, ni siquiera la muerte.
La mesa está dispuesta con la
mejor vajilla y todos los manjares para aquella noche dispuestos según el orden
en que deberán ser disfrutados. Llamo a la familia, que ha pasado toda la tarde
en el salón viendo la televisión. En varias ocasiones han entrado en la cocina,
intentando averiguar con que les sorprendería. Al igual que cuando eran
pequeñas, he tenido que sobornar a mis hijas con galletas de chocolate, aún a
riesgo de que luego no cenasen, pero estoy seguro de que tendrán suficiente
apetito para devorar todo cuanto les ponga en sus platos. La felicidad proporciona
un apetito saludable, incluso Clara tenía permiso para saltarse su estricto
régimen aquella noche, aunque al día siguiente habría de comenzarlo de nuevo.
Justo cuando estábamos todos sentados y me servía la primera ración, alguien
llamó a la puerta. En un primer momento pensé que era alguna de las amigas de
mis hijas, chicas sin educación que se presentaban sin avisar con la esperanza
de que las invitásemos a cenar. Sin embargo, cuando las miré, ellas negaron con
la cabeza, como si me hubiesen leído el pensamiento. Por supuesto, tampoco
sería una visita para Clara, ella nunca las recibía, ni si quiera de su propia
familia. Siempre éramos nosotros los que teníamos que desplazarnos casi a la
otra punta del país para verlos, como si no quisieran tener ningún trato con su
hija. Extrañado, decidí levantarme a comprobar quien podía ser a aquellas
horas. A través de la cristalera de la puerta pude ver una luz que alternaba
blanco y azul de forma interrumpida. Mi corazón comenzó a acelerarse. Rezaba
para que estuviese equivocado, pero yo nunca me equivocaba y, por supuesto,
aquella no sería la primera vez. Al abrir la puerta me encontré con dos agentes
la policía, que me miraban con gravedad desde
el umbral. Mi primer pensamiento fue que
se habían equivocado de casa, pero después de los saludos de cortesía,
preguntaron directamente por mí y ya no hubo margen para el error. Algo había
ocurrido, algo malo. Entonces pensé en mi jefe. Quizás mis sospechas se habían
visto confirmadas y había encontrado su cadáver como tantas veces me lo había
imaginado. Estuve a punto de sonreír, pero reprimí mi alegría para más
adelante, cuando no pudiera malinterpretarse ante la mirada suspicaz de
aquellos hombres, tan paranoicos que veían sospechosos allí donde solo había
hombres inocentes, como yo. Finalmente me dijeron el motivo de su visita y tuve
que sostenerme a la puerta para no caer. Al parecer mis hijas llevaban faltando
toda la semana al instituto. En otros casos no habría llamado la atención, pero
dado que eran alumnas modelos que jamás se habían perdido una clase y nadie
había informado a la dirección del centro sobre su ausencia, decidieron tomar
las medidas oportunas. Si instantes
antes quería reír, ahora solo deseaba llorar. Pensaba que había conseguido arreglar
las cosas, pero estaba equivocado. Mi familia seguía traicionándome. Furioso
las llamé para que se explicasen delante de los agentes y los vecinos que
comenzaban a congregarse en la calle. Quería humillarlas públicamente, que se
sintiesen observadas y juzgadas como las brujas, linchadas por hordas de
campesinos analfabetos antes de morir quemadas o ahogadas. Sin embargo, no
vinieron. Otra muestra de desobediencia que ponía en entredicho mi autoridad en
aquella casa. Cegado por la ira, di media vuelta y me dirigí al comedor
llamándolas a gritos. Sin embargo, no pude entrar, impactado por la escena que
me encontré. Las tres permanecían en el mismo lugar donde las había dejado,
pero sus cuerpos estaban en posiciones extrañas. Además, presentaban señales de haber sido
sometidos a una extrema violencia. El rostro de Clara, siempre tan inmaculado y
perfecto, estaba desfigurado a causa de los golpes y con los rasgos irreconocibles. Aunque no era
nada en comparación de las niñas. Sara tenía el cuello doblado en un ángulo
imposible para seguir con vida, mientras que los brazos de Elena presentaban
fracturas abiertas, con el hueso asomando de forma obscena a través de la carne
desgarrada. Sin embargo, lo peor fue ver la sangre entre sus muslos. No era
necesario ser un genio para saber lo qué les habían hecho. Incapaz de apartar la mirada, me deje caer como
una marioneta a la que le han cortado los hilos. Allí estaba mi familia. Alguien
había aprovechado aquella breve ausencia para arrebatármelas. No sé cómo lo
hicieron, ni me importa. Solo quiero que crean en mi inocencia. Jamás les
habría hecho daño. A pesar de los vecinos, que afirmaban que aquella noche los
gritos y los golpes alcanzaron una intensidad desconocida hasta entonces. O de
las declaraciones de la psicóloga infantil, cuyos informes verificaban que mis
hijas eran víctimas de abusos psicológicos y físicos en casa. O del
desconsolado relato de la familia de mi mujer, describiéndome como un monstruo
que le había arrebatado a su hija, prohibiéndoles verla a ella y a las niñas bajo
amenazas que finalmente se cumplieron. Todos ellos unos cerdos mentirosos. Yo
sabía lo que pasaban. Estaban celosos de mi felicidad y, aunque sabían quién lo
había hecho, prefirieron culparme a mí. Por supuesto, el juez lo creyó y también
el jurado, compuesto por un grupo de paletos incapaces de tirarse un pedo.
Malditos hijos de puta. Algún día saldría y me vengaría de todos ellos. Sucias
alimañas. Ellos me las habían arrebatado cuando volvíamos a ser una familia
feliz. Porque lo éramos. Una familia feliz. Muy, muy feliz.
Si tiene problemas en su hogar matrimonial y desea una solución rápida, le aconsejaré que se comunique con el Dr. Ajayi, un gran hombre espiritual ricamente bendecido por sus antepasados. Puedo experimentar su poder cuando mi esposo dice que quiere el divorcio, pero yo Realmente lo amo y no quiero que nos separemos, así que contacté al Dr. Ajayi para un hechizo de amor después de leer testimonios de diferentes personas en línea sobre él, quiero seguir el proceso que él me pidió que siguiera y hoy vivo feliz con mi esposo. porque canceló y rompió el papel del divorcio después del hechizo de amor del Dr. Ajayi. Puede escribirle a su número de Whatsapp para una solución rápida a sus problemas +2347084887094 o correo electrónico: drajayi1990@gmail.com
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