Quince años después de la Noche del Desastre, sólo quedan las ratas y la apuesta por la supervivencia (stop).
La Enfermedad ha resultado peor que el mismísimo Diluvio bíblico (stop).
Los vivos bastante tienen con conservar el pellejo (stop).
En un instituto medio abandonado en mitad de una ciudad fantasma sobreviven Abel y Verona (stop).
Eran unos críos cuando sucedió el Desastre (stop).
Quince años después se han convertido en dos verdaderos hijos de puta (stop).

Reseña: Alejandro Castroguer es un escritor que solo puede catalogarse de atípico, atrevido, sagaz y, tras la lectura de El manantial, con muy mala leche. Al igual que sus libros, no deja indiferente, simplemente porque no sabe cómo hacerlo. Es esta incapacidad, la principal responsable del alumbramiento de esta horrible, aunque fascinante, criatura literaria concebida desde visceralidad de un  alma desesperanzada y cínica con la vida y, sobre todo, con el ser humano. A pesar de englobarse dentro del género Z, Castroguer consigue desvincularse por completo de su obra precedente, La guerra de la doble muerte, para ofrecernos una historia que desconoce el significado de la palaba censura. Si bien hemos sido testigos de la aparición del torture porn (subgénero cinematográfico encabeza por títulos como la saga de Saw, Hostel, The Human Centripede o A serbian film), la literatura permanecía al margen de esta sádica tendencia, quizás como consecuencia del progresivo descenso de ventas en el sector editorial o la falta de experiencia de los lectores en títulos de esta vertiente, siendo los ejemplos más destacables La naranja mecánica (Anthony Burguess) o Battle Royale (Koushun Takami), más acostumbrados a lecturas “políticamente correctas”, “edulcoradas” o dotadas de “finales felices”. En ambos casos, la imperiosa necesidad de conseguir un éxito de ventas inmediato y, al mismo tiempo, satisfacer al mayor número de lectores que lo posibilitasen, resultaba incompatible con la violencia explícita y el sexo descarnado. O eso parecía… El manantial representa un antes y un después, no solo en el género Z, sino en la literatura española. La guerra de la doble muerte era solo la punta, mientras que El manantial  representa el iceberg oculto bajo las apacibles aguas de la cordura. Nada prepara al lector para la historia literalmente vomitada en sus páginas, salvo una pequeña advertencia que despierta nuestra curiosidad, incitándonos a su lectura como un jugoso fruto prohibido ofrecido para tentarnos.


Tras un breve capitulo de introducción, Castroguer nos conduce sin mayor dilatación en un escenario de pesadilla. En el instituto, seremos testigos de la supervivencia de Abel y Verona, en apariencia únicos supervivientes de una gran catástrofe, denominada la Noche de Desastre, cuyos orígenes son inciertos, pero cuyas consecuencias son más que apreciables durante toda la novela. Quince años los separan de los acontecimientos sucedidos por entonces, quince largos años sin salir al exterior, sin otras compañías, sin apenas alimentos y, lo más importante, sin esperanza. Cualquier prueba de una vida anterior se ha desvanecido, salvo por dos objetos: el libro de cuentos de Marcovaldo y la letra de unos de los temas míticos de The Doors, The End. Nuevamente, Alejandro Castroguer vuelve a emplear con maestría elementos cotidianos como metáforas que escriben tanto los escenarios como los sentimientos de sus personajes. Por un lado, el libro de cuentos representa la inocencia perdida y la necesidad de ampararse en un mundo de fantasía para escapar de la realidad. La elección de este título no es fruto el azar, sino que cada fábula se encuentra entrelazada con los acontecimientos descritos. Un buen ejemplo es Setas en la ciudad, descubrir la toxicidad enmascarada bajo la negación de quien no desea percibir el peligro o la necesidad de engañarse para mantener la ilusión de una ciudad que todavía tiene algo bueno que ofrecer. Por otro lado, Jim Morrison se convierte en segundo narrador a través del tema debut de su grupo, en el que determinadas estrofas consiguen sintetizar capítulos completos, como “Y donde todos los niños están locos”, “No te volveré a mirar a los ojos otra vez” o “Desesperadamente necesitado de una mano extraña en una tierra sin esperanza”. Adviértase que lo diferentes fragmentos son seleccionados de forma cronológica, acode con los acontecimientos de la trama principal.

Es posible que estas dobles lecturas no sean percibidas ni apreciadas por la mayoría de los lectores, que se limitarán a una lectura más superficial, sin profundizar en los elementos que dotan al relato de su auténtico valor artístico. Un riesgo menor, en comparación con la obra en su conjunto, que Castroguer asume de forma consciente, pero ponen en relieve un fenómeno preocupante: la homogeneización cultural. Antes existía una mayor diversidad en diferentes ámbitos (cine, literatura y música). Ahora, sin embargo, todos parecen beber el mismo manantial, contaminando con sus aguas estancadas en las pretensiones comerciales y el éxito rápido tanto el presente como el futuro cultural de las próximas generaciones, envenenadas por el conformismo y la resignación, sin atreverse a arriesgar por miedo al rechazo colectivo.

Por el contrario, Alejandro Castroguer no muestra temor ni se doblega ante las críticas. Por supuesto, el mérito debe reconocerse a la Editorial Dolmen, quien le concedió carta blanca para expresarse sin tapujos y volcar sobre el papel toda la rabia contenida por la civilización. El resultado de esta acertada relación es un retrato visceral de la humanidad sintetizada en Abel y Verona. Ambos personajes enfrentan al lector a una disyuntiva durante todo el libro. Por un lado, tiende a justificar la mayoría de sus actos, amparándose en las circunstancias que tuvieron que soportar cuando todavía era demasiados jóvenes para comprender lo qué estaba sucediendo y todo lo que implicaba, similar a El señor de las moscas (William Golding). Por otro, la moralidad que nos diferencia de los animales (y los parados), impide cualquier empatía con ellos.

Con independencia del mayor o menor agrado que puedan inspirarnos, es imposible permanecer impasible ante muchas de las escenas descritas. La lectura se vuelve agónica en muchos fragmentos, prolongando el sufrimiento hasta límites insospechados. Una auténtica prueba a nuestra fortaleza psicológica, con efectos a nivel físico (la gruesa capa de sudor que me acompaño durante toda su lectura no era consecuencia del sofocante calor o el sabor de mi propia sangre al morderme con saña el labio inferior para reprimir un grito agónico). Experimentar el auténtico dolor a través de los múltiples juegos ideados por introducir alguna emoción a su monótona existencia, que permiten vislumbrar la maldad oculta tras actos aparentemente inocentes, así como el sadismo que las normas sociales nos obligan a reprimir en lo rincones más oscuros e inhóspitos del alma. Un descenso ininterrumpido hacia el infierno, sin necesidad de morir para experimentar la agonía del castigo.

En resumen, una obra oscura caracterizada por una prosa inteligente que sirve de precedente para futuros títulos de igual o diferente temática. La mejor prueba de que no todo está inventado y todavía es posible dejarse impactar por una historia capaz de dejar cicatriz en la mente y alma del lector. Por lo demás… This is the end.

VALORACIÓN: 10

LO MEJOR: Absolutamente todo. Una novela valiente y arriesgada, sin recrearse de forma gratuita en la violencia o el sexo como acusan algunas críticas. La simbología del libro de cuentos de Marcovaldo y la canción The End.

LO PEOR: La mayoría de los lectores, poco acostumbrados a este tipo de lecturas, pueden sentirse incómodos con El manantial y no valorarla de forma objetiva.

Disnonible en La Web del Terror.

Sobre el autor: ALEJANDRO CASTROGUER nació en Málaga (1971), muy lejos de la Luna, a donde le condujo, de inmediato, su anhelo por llegar a ser astronauta. Niño feliz y adolescente inquieto que estudió pintura y música, desde muy pequeño incubó el virus de la literatura, hasta el punto de que consumió parte de su juventud escribiendo siete novelas, inéditas y posteriormente destruidas debido a su autoexigencia. Nació al mundo editorial con el alumbramiento de “La Guerra de la Doble Muerte” (Almuzara, 2010). Ha perpetrado aberraciones en forma de relatos y ha coordinado la antología “Vintage’62: Marilyn y otros monstruos”. Ahora se ha empeñado las vísceras en “El Manantial”, redactado desde la rabia.




Otros libros del autor:
Sinopsis: La placidez habitual de la ciudad sueca de Ystad se ve rota cuando, con cierto intervalo de tiempo, tres hombres aparecen salvajemente asesinados. Las víctimas levaban una vida sosegada y tranquila, dedicadas a la ornitología, el cultivo de orquídeas y la poesía, lo cual hace aún más incomprensible el casi insoportable sadismo de que han sido objeto. Durante la investigación del caso, el inspector de policía Kurt Wallander descubre que no sólo debe enfrentarse a un asesino de una temible inteligencia, que sin duda rivaliza con la suya, sino que éste parece guiarse por un sanguinario y turbio deseo de venganza.


Reseña: Si bien relacionamos la novela negra europea con autores como Strieg Larsson (la saga Millenium), Tana French («El silencio del bosque» y «En piel ajena»), Äsa Larsson («Aurora Boreal») o Camilla Läckberg (la saga de Patrik Herdström y Erica Flack), poco lectores reconocen el nombre de Henning Mankell, y muchos menos los títulos de los once volúmenes que componen la saga protagonizada por su personaje más reconocido, Kurt Wallander.
En 1991 fue publicado el primer libro de la larga serie, «Asesinos sin rostro», con una gran acogida de crítica y público por aquellas fechas. De hecho, tuvo su adaptación cinematográfica y, posteriormente, su propia serie de televisión, al que igual que la saga Millenium recientemente. Por tanto, bien podría decirse que Henning Mankell estableció el precedente para los escritores anteriormente mencionados y sus obras.

No obstante, aunque no discuto la maestría del escritor nórdico, su lectura resultada limitada, pues tiende a reflejar en exceso la mentalidad sueca, especialmente en «La quinta mujer». De ahí que el comportamiento de sus personajes pueda resultarnos incoherente con la realidad que describe, y más si lo comparamos con el carácter y la forma de actuar plasmada en las novelas anglosajonas y estadounidenses, mucho más activas y basadas en la intuición.
No estoy acusando de un exceso de dogmatismo a unos ni una falta de racionalidad a otros, sino manifestar la incapacidad adaptativa de los relatos que permitirían ser disfrutados fuera de sus fronteras, sin establecer distinciones culturales que derivan en estereotipos.
Por subsiguiente, la narración de los acontecimientos resulta lineal y excesivamente pausada, El ritmo de la novela conlleva que la atención disminuye a medida que el relato avanza. Algo peculiar, cuando siempre sucede lo contrario en cualquier novela sobre asesinatos en serie.
Cuanto más desarrolla está la historia, mayor es la tensión acumulada por el lector y su ansiedad por concluirla para descubrir al asesino. En este caso el efecto es inverso. Los capítulos se sobrevienen, pero la sensación de encontrarse en el inicio persiste durante la mayor parte del relato. Quizás sea consecuencia de la decisión de su autor, quien rompe con el concepto clásico de los asesinos en serie, evitando establecer cualquier conexión entre las víctimas hasta el final de la novela. Una elección poco acertada debido a  la forma de narrarlo. Al contrario que Agatha Cristhie, quien siempre supo sorprender al lector con sus giros narrativos e inesperados finales, Henning Mankell adolece por la falta de una estructura sólida que sustente su historia.

En el mismo sentido, tampoco contribuyen sus personajes, en especial su protagonista. Kurt Wallander pasa a convertirse en una víctima de la soledad, la soledad autoimpuesta y una profesión que sustituye una ausente vida personal, sin que nadie lo rescate a él de su propia condena. A pesar de que los cambios se suceden en su entorno, los rechaza e intenta huir de ellos como un animal acorralado por el progreso, bien por el orgullo de todo perro viejo que se niega a aprender nuevos trucos o por la vergüenza de manifestar su propia ignorancia ante la vida. Cuando por todos es sabido que la supervivencia solo puede garantizarse mediante la adaptación a las circunstancias, y ninguna de las personas que intervienen en este libro, incluido el propio autor, parecen reconocer esta máxima. Quizás se limiten a reflejar la necesidad imperiosa de Mankell por conservar inalterable la esencia de sus relatos, consiguiendo un efecto adverso sobre sus lectores. Todo escritor debe ser consciente de que los lectores evolucionan y, por ende, también él debe hacerlo, aunque sea contra su voluntad. Triunfar una vez no significa hacerlo siempre.

El resultado de esta manifiesta intolerancia es una historia tosca en su tratamiento y aburrida en su lectura, completamente prescindible de la saga Wallander y un ejemplo perfecto de lo que no debe hacerse bajo la etiqueta de novela negra. En este caso, la justicia reside en el criminal y no en el policía que lo detiene.
LO MEJOR: Las reflexiones de Kurt Wallander. El autor sabe describir el envejecimiento de su personaje. El retrato de la sociedad sueca.
LO PEOR: Un ritmo narrativo casi inexistente. La excesiva corrección de sus personajes. La relación entre las víctimas resulta forzosa al desvelarse casi en la conclusión de la novela. Algunos aspectos culturales resultan incoherentes en comparación con los nuestros, es decir, no se ha sabido adaptar el relato fuera de sus fronteras. Una de las peores entregas de la saga Wallander.


Sobre el autor: Nació el 3 de febrero de 1948 en Estocolmo, Suecia, y se crió en las ciudades suecas de Sveg y Borås. Aunque comenzó como dramaturgo (con veinte años ya era autor y ayudante de dirección para el teatro Riks de Estocolmo), ha escrito numerosas novelas de corte tanto juvenil como adulto, y es conocido sobre todo por la serie de libros centrados en el personaje del detective Kurt Wallander, que han sido traducidos a varios idiomas y llevados a televisión. En 2001 fundó, junto con el antiguo editor de Ordfront y de Norstedts, Dan Israel, su propio sello editorial, Leopard.

Ha residido durante muchos años compartiendo su hogar sueco con Mozambique, donde dirige el Teatro Avenida de Maputo. Su novela La falsa pista obtuvo el premio británico de novela negra Macallan Gold Dagger en el 2000. Sus obras destacan dentro del género de intriga ya que parecen ir más allá de lo meramente policíaco para expresar mensajes sociales: el paro, la inmigración y la inseguridad ciudadana suelen estar presentes en sus novelas. Está casado con Eva Bergman, hija del conocido cineasta Ingmar Bergman.

Cuando no das la talla...


… pese a tus todos tus esfuerzos, a las eternas dietas o las sesiones agotadoras de gimnasio. Asúmelo, nunca serás como ella, esa en la que todo el mundo quiere que te conviertas. Te sientes culpable por el simple hecho de ser como eres. Te odias por no poder cambiar, por tener un cuerpo que tú nunca pediste y, sin embargo, te fue asignado en contra de tu voluntad. Luchas contra él, intentas someterlo, pero siempre gana. Aprovecha cualquier momento de flaqueza para convertir tus logros personales en derrotas humillantes. Cada vez que pasas delante de un espejo, tu reflejo se convierte en la mejor prueba de tu fracaso. Horrorizada, contemplas tu imagen, intentado averiguar de donde han provienen tantos defectos e imperfecciones que te impiden alcanzar tu ideal de belleza, tu felicidad. Apartas la mirada. Sientes que no puedes respirar y los ojos se llenan de lágrimas. Corres sin destino decidido, solo quieres huir tan lejos como sea posible. Ir a un lugar desierto, sin nadie que pueda verte, juzgarte o recordarte lo horrible que eres. No hay escapatoria, no hay salida, salvo una. Destruirte lentamente, consumirte hasta desaparecer, reducirte a la nada sin dejar huella de tu existencia vacía y carente de significado. ¿Qué sentido tiene la vida si no puedes ser como ella? Ella, siempre tan perfecta y hermosa, tan amada y ansiada. ¿Por qué no puedes ser como ella? ¿Qué estoy haciendo mal? te preguntas mientras la bascula continua descendiendo y tu inseguridad y miedo aumentan. Llegas al límite, pero quieres ir más lejos, todavía no es suficiente, nunca lo será… Porque jamás serás como ella. Deberías haber sido tu misma.
NO quiere decir NO



Resulta sorprendente como una palabra tan sencilla, de significado tan inequívoco y sin ambigüedades puede ocasionar tantos problemas de interpretación (y aceptación), especialmente para el destinatario de la negativa, quien, de forma desesperada, insiste en atribuirle muletillas como “quizás con el tiempo…”, “en un futuro podríamos ser algo más…”, “aunque ahora seamos solos amigos, siempre existe la posibilidad…”, o el clásico y sencillo “pero”, entre otras fórmulas similares. Todas ellas con un mismo objeto: negar la realidad, mantener una fantasía que solo sobrevive gracias a la esperanza y fe ciega depositada en un futuro incierto y un presente en continuo cambio. En cierto sentido, resulta admirable la convicción y el empeño de la otra persona por querer convertir la amistad en ese “algo más” tan ansiado. Sin embargo, siempre existe la posibilidad que los continuos halagos y atenciones ocasionen el efecto contrario al deseado y acaben alejándote de esa persona tan apreciada y querida. Cuando los sentimientos no son correspondidos, es mejor afrontar la evidencia y abandonar la causa. Engañándose solo se consigue hacerse daño, además de perder un tiempo (y dinero) muy valioso que podría haberse dedicado a encontrar a aquella persona que realmente puede llegar a apreciarte y, lo más importante, quererte como mereces. Un beso, un abrazo, una caricia o una sonrisa son gestos que pueden malinterpretarse y dar lugar a confusiones, pero un NO nunca tendrá otro significado que NO. Tendrás que resignarte.
Manzana envenenada

Fruto prohibido que saboreas, regodeándote en el peligro de su sabor. En tus labios, el anhelo satisfecho. El final de una larga espera que pronto terminará para los dos. Destruyes su prfección con cada mordisco, haciéndola desaparecer. Conoces el castio, por eso te apresueras a esconder el delito. Sin embargo, sabes que tu condena fue dictada en el instante que posaste tus ojos en ella, deseándola. ¿Cómo no hacerlo?, te preguntas. En apariencia intacta, pura en su esencia. Ignoras el árbol que la sostiene. Podrido. Muerto. El color mortencino de sus hojas es un aviso, al igual que las cicatrices de su corteza. Entre las arrugas de madera se esconden las historias de lágrimas vertidas por las decisiones equivocadas. Las consecuencias de quienes no quisieron ver, cegados por su propia codicia. Nada les importaba, salvo la obtención del propio gozo y, en el egoísmo de su alma, caíste en la trampa de quién se deja tentar. El primer mordisco fue glorioso. Estabas exultante, te sentías victorioso, invencible desde ese momento. Aquel gesto te había proporcionado la inmortalidad. O eso creías. Sin embargo, la creencia jamás podrá sustituir al saber. Y cuando el suave dulzor que había aplacado tu siempe hambrienta curiosas fue reemplazada por intensa amargura, lo supiste y sentiste miedo. En su superficie apareció el primer gusano, rosado, gordo y repulsivo. Luego le precedió otro, otro y otro. No pueden verte, pero saben que estás ahí. Te buscan, y acabaran por encontrarte. La manzana comienza a marchitarse, corrompiéndose entre tus dedos. Nada queda de aquella aparienia sana y reluciente que simbolizaba la ida. En tus manos sostienes la muerte, Intentas alejarla, pero no lo consigues. Solo prolongas lo inevitable. Los síntomas comenzaon antes de que fueses conscientes de lo que estaba sucediendo, prólogo del futuro sufrimiento. Apoyas tu cuerpo casi desapareciedo en el tronco, que te proporciona una falta sensación de sustento, de seguridad. El enemigo difrazado de aliado. ¿Por qué no iba a protegerte? ¿Acaso no es el resultado de tus actos? ¿El símbolo de la vida que decidiste hace mucho tiempo? Tú pusiste aquella semilla en tu alma, aunque fuese de forma insconciente, dejándote arrastrar por tu ingenuidad. Sin embargo, la dejaste florecer. Jamás te planteaste dejarlo morir, sino que lo cuidaste, porque te sentías orgullo de el. Permitiste que sus raíces fuesen profundizando, hasta alcanzar un nivel tan recóndito de u alama que incluso tú desconocías. Nutriéndose de tus miedos, el árbol siguió creciendo, haciéndose cada vez más fuerte. Ahora recoges los frutos de tu cosecha y, mientras el veneno de tu corazón sigue extendiéndose, sus ramas te impiden ver el cielo y la salvación que éste te prometía. Todo parece irreal, incluso el suelo bajo tus pies. Parece tambelarse. La tierra tiembla y se abre en un inmenso abismo que te arrastra. Tu cuerpo se hunde, tu mundo se oscurece, y en tu boca permanece el sabor de aquella manzana envenanada.
Veronica Needs Love

Al igual que el resto de sus “amigos”, Verónica desconocía la verdadera identidad de “Wolf”, aunque tampoco le importaba. Desde su primera conversación en un cyber cercano a su casa, supo que era él. La sinceridad era la base de su relación y, después de varias semanas, no existían secretos entre ellos…Excepto uno. Nunca se preguntaron mutuamente por su auténtico nombre, tampoco se mandaron fotografías realizadas con el móvil o se pusieron la webcam. Por tanto, seguían siendo unos completos desconocidos el uno para el otro, aunque ellos negaban esa realidad, especialmente Verónica.

Al igual que muchas jóvenes de su edad, se sentía incomprendida por su familia (especialmente su madre), marginada por sus compañeros de instituto e invisible para los chicos. Estos últimos eran los peores. Siempre que había alguien que le gustaba cerca, se volvía más torpe que de costumbre, y ya lo era por si sola. Todo el mundo la llamaba ceniza por su costumbre (involuntaria) de tropezarse contra cualquier obstáculo, aunque fuese visible a kilómetros de distancia, o por derramar, sobre ella o sobre los demás, el contenido del vaso o plato que en ese momento sostuviese. ¿El resultado? El instituto entero decía que era gafe; que una gitana tuerta miró a su madre cuando estaba embarazada de ella y ahora sufría un mal de ojo irreversible; que intento hacer un ritual ouija y no pudo controlar al demonio que convoco, sufriendo una maldición por su irresponsabilidad…La gente tenía mucha imaginación. Lástima que solo la empleasen cuando querían atormentarla, es decir, siempre. Es cierto que muchas de aquellas historias las había propiciado la propia Verónica con su estética gótica. Si bien el look vampírico volvía a estar de moda, existían categorías que permitían identificarte como un simple fan de Crepúsculo y un freake gótico. Ella era una freake, aunque no se consideraba como tal. Sin embargo, lo que ella pensaba (o sentía) no le importaba a nadie…Al menos antes. Ahora, después de recibir respuesta a su angustiosa petición de atención, experimentaba la agradable sensación de significar alguien especial para otra persona que no fuese de su propia familia. Cuando escogió aquel nick, sabía que muchos lo malinterpretarían. Durante semanas recibió decenas de peticiones explícitamente sexuales (sin mencionar las imágenes que directamente enviaba a la papelera de reciclaje sin abrir el documento que las contenía). No es que el sexo no le interesase. ¿Qué adolescente no sentía curiosidad por experimentarlo en persona? Gracias a internet, no necesitaba las charlas a las que debía acudir cada trimestre, librando a sus padres y profesores de la vergüenza de tener que darles ellos mismos explicaciones. Sin embargo, la pornografía que brindaba la red le resultaba artificial, incluso la asqueaba. A pesar de su peculiar inclinación por el mundo de la oscuridad, Verónica era ardua lectora de los grandes clásicos de Shakespeare, Austen, Dickens, Vargas Llosa, Neruda, Lorca, entre otros. Todos, sin excepción, le habían enseñado que el amor tenía muchas formas de expresión, y ella había encontrado la suya. Amparada en el anonimato que te proporcionaba la red, podría ser cualquier persona… o ella misma. Cuando se conectaba, Verónica abandonaba aquella que todos querían que fuesen para mostrarse realmente como era, así como lo quería, al margen de deseos o expectativas ajenas. Verónica deseaba encontrar el amor, Verónica necesitaba sentirse querida, Verónica necesitaba amor, como aquella canción de los Beatles, “All you needs is love”. Verónica needs love.

Si Verónica hubiese prestado más atención al mundo real que al digital, habría sido más precavida y menos ingenua cuando conoció a “Wolf”. En lugar de angustiarse por no estar conectada, habría disfrutado de aquellas cenas con su familia que siempre consideraba una tortura, especialmente por la costumbre de su padre de poner el telediario para evitar los silencios incómodos en la mesa. ¿Por qué tendrían que importarle las desgracias ajenas cuando su propia vida era más que suficiente para llenar varios telediarios? Si hubiese prestado atención, todos aquellos reportajes sobre los peligros de las redes sociales, falsos perfiles, robos de identidad y un largo etcétera le habrían interesado y escandalizado, como a sus padres. Quizás entonces hubiese realizado mayores esfuerzos por saber quién se ocultaba realmente tras aquel nick, o quizás no le hubiese contado tanto detalles personales de ella y las personas que conocía, pudiendo chantajearla para evitar que lo desvelasen, convirtiendo su vida en un infierno mayor del que ya lo era (o ella creía que lo era). No, Verónica farfullaba entre dientes, maldecía mentalmente y jugaba con el contenido de su plato sin apenas probarlo (se había percatado que, a pesar de matarse de hambre, su cuerpo se estaba volviendo por días más gordo y deforme, como si el simple hecho de respirar la engordase). Nunca percibió el peligro al que se estaba exponiendo, por eso, cuando “Wolf” le propuso conocerse en persona aquel 14 de febrero, la señal que interpreto fue equivocada.

Aquel día, Verónica quería causar una buena impresión, y sabía que eso significaba dejar a un lado sus prendas oscuras y holgadas (prácticamente todo su fondo de armario), y opto por un conjunto más acorde con las fechas. Sus padres casi sufrieron un colapso al verla aparecer con vaqueros y una blusa roja. Ignorando sus miradas de desconcierto, cogió su desayuno (que por el camino tiraría en la papelera más cercana) y se despidió con un escueto “adiós”, sin dejar que se recuperasen de la sorpresa inicial ante aquella transformación. Cuando el sonido de sus pasos se hubo desvanecido, pudieron reaccionar, simplemente para volver a sus quehaceres cotidianos, sin concederle mayor importancia de la que se merecía, achacándolo a una nueva etapa propia de la adolescente. Verónica no era la única de su familia que pecaba de ingenuidad. 

Los móviles tienen muchas utilidades. Hoy en día, lo menos importante es que sirvan para realizar llamadas, esta función básica queda relegada a un segundo plano frente al resto de aplicaciones, como conectarse a internet o la posibilidad de grabar vídeos. Verónica nunca se sintió atraída por estos accesorios, que consideraba inútiles, incluso internet (¿de verdad era posible leer algo en aquella minúscula pantalla?). Sin embargo, reconocía su utilidad cuando necesitaba mentir. “Estaré en el cine. Después iré a comer una hamburguesa. Tendré el móvil apagado dos horas” (Obviamente, el mensaje estaba abreviado y para cuando su madre consiguió traducirlo, ella llevaba una hora esperando en el lugar de la cita). Sabiendo que tenía un margen mínimo de tres horas antes de que su tardanza pudiera alarmarles, espero con paciencia la llegada de “Wolf”. La emoción del encuentro consiguió acallar cualquier duda a medida que los minutos transcurrían sin que apareciese. Si bien, ¿cómo esperaba Verónica poder reconocer a alguien que nunca había visto? El problema fue que a ella si la reconocieron. No fue difícil. Demasiadas pistas, demasiados detalles inconfundibles durante aquellas charlas aparentemente inocentes. Sin saberlo, llevaban semanas persiguiéndola, asegurándose de haber encontrado la presa perfecta para su particular juego. Aquella noche, vestida de rojo y sujetando con fuerza el pequeño bolso contra su regazo, parecía una versión moderna de Caperucita Roja, pero dotada con la misma belleza cándida y el halo de inocencia que lo sedujo desde su primera conversación. Si, ella era la dulce niña desamparada, y él, el hambriento lobo feroz. Ven Verónica, deja que Wolf te enseñé el camino que te llevará a la casa, no de tu abuela, pero donde nos divertiremos igual todos juntos.

Verónica consiguió abrir los ojos después de varios intentos fallidos. Los párpados le pesaban, al igual que el resto del cuerpo. Tenía los miembros entumecidos, apenas podía sentirlos. Era como estar sumergida en un profundo sueño, con la mente a medio camino entre la inconsciencia y la realidad. Una intensa punzada de dolor atravesó su cabeza cuando intento incorporarla, con la esperanza de poder reconocer la sala en la que se encontraba. El miedo comenzó a invadirla. No solo se encontraba en un lugar extraño, sino que no estaba sola. A pesar de las sombras de aquella habitación, pudo sentir la presencia de alguien que la estaba observando. Una vez más, intento levantarse. Esta vez fueron las gruesas correas que la sujetaban las que se lo impidieron. Estaba atada. Peor, atada y desnuda. Sintió pánico cuando se percato de este horrible detalle. Grito a través de la mordaza que le cubría la boca (explicando la dificultad para respirar con normalidad que había experimentado al despertar), aunque sabía que nadie la escucharía salvo su captor, quién se regodearía con su miedo. Lucho contra las ligaduras que la mantenían inmovilizada contra aquella cama, lastimándose la piel desnuda. Verónica lucha. Verónica no te rindas. Verónica no deberías estar aquí. Verónica debes escapar… Su mente era un torbellino de pensamientos que la aturdían, aumentando su confusión y dotando aquella escena de un tinte todavía más irreal. Por desgracia, lo que Verónica no sabía es que muchas veces, la realidad supera la ficción, y que los peores monstruos no residen en nuestras pesadillas, sino que se ocultan bajo una apariencia de normalidad, esperando para mostrarse en su verdadera naturaleza. Aquel 14 de febrero, Día de los Enamorados, Verónica descubrió que el rojo no es solo el color del amor, sino también del peligro. El peligro que ella nunca percibió hasta que fue demasiado tarde. Y también del color de la sangre, su propia sangre.

Si hoy introduces en “Veronica Needs Love”, después de varias búsquedas infructuosas y resultados no relacionados, encontrarás una dirección IP con un servidor extranjero imposible de localizar, al estar en constante cambio, donde podrás disfrutar (siempre que puedas pagar para acceder al contenido) de una amplia selección de vídeos caseros de escasa calidad, pero cuyo contenido satisface las fantasías más censurables de sus usuarios. Allí la encontrarás, convertida en objeto de amor y obsesión para sus cientos de seguidores, que asistieron impasibles a su sufrimiento durante las semanas que duro su tormento. Ellos lo hicieron posible con sus visitas. Si bien, jamás sintieron remordimiento, pues se trataba de una prueba de amor. Cada uno de ellos quiso con locura a Verónica, aunque ella nunca lo supo. Finalmente, Verónica había obtenido el amor que tanto decía necesitar. “All you need is love” entonaba aquella canción. “All you need is love”.
Antojo

Cualquier luz, por muy débil que sea, siempre es capaz de abrirse paso en la oscuridad, permitiéndonos vislumbrar los horrores que se ocultan en las sombras de nuestras pesadillas, incluso cuando todavía estamos despiertos…

Apoyado en la puerta, sin atreverse a cruzar el umbral que, en aquella ocasión no se limitaba separar solo dos habitaciones, sino que representaba la frágil diferencia entre la realidad y la locura, contemplaba la dantesca escena. Sería difícil explicar lo que sentía mientras observaba a la criatura devorando su última víctima. Asiéndola con fuerza, casi con desesperación, se alimentaba, ajena a su presencia. Demasiada hambrienta para prestarle atención, concentrada en satisfacer aquel apetito, en apariencia insaciable, hendía el rostro en el torso de la joven, que seguía viva.


El estado de shock en el que se encontraba no le permitía apreciar la totalidad de la escena, afortunada ella. Él, por el contrario, habría de vivir torturado por aquel recuerdo. Su retina grababa con meticulosidad todos y cada uno de los detalles con la misma precisión que una fotografía capta un instante efímero, convirtiéndolo en algo eterno: el intenso color carmesí de la sangre, desplegándose por las sábanas como los pétalos de una flor madura que comenzaba a marchitarse; el embriagador aroma de la vida violentamente arrebatada, tan seductor como la más exquisita de las fragancias y por la que había que pagar un precio que pocos estaban dispuestos a asumir en sus conciencias; los sonidos que realizaba cada vez que conseguía separar la carne del músculo, primero un leve forcejeo, luego un ruido similar al papel rompiéndose-pues la vida es, incluso, más frágil-y, finalmente, el movimiento de las mandíbulas saboreando cada nuevo bocado, movimientos precisos, mecánicos, y al misma tiempo, toscos, como los de una tecnología obsoleta… Entonces ocurrió.

Apenas le quedaban fuerzas, las suficientes, y reuniéndolas con una voluntad digna de admirar, consiguió enfocarlo. Sus ojos habían estado muertos apenas unos segundos antes, dos fragmentos de cristal opaco que nada veían o reflejaban, pero ahora lo miraban acusadoramente. Él era el culpable que ella estuviese allí. Él la había secuestrado y arrastrado hasta aquel lugar para luego abandonarla en aquella habitación, donde hacía mucho que la estaban esperando. Él había permanecido impasible escuchándola pelear en vano por su vida. Y él, ahora, estaba demasiado asustado para hacer lo que era correcto. Con todo, ¿no estaba haciendo lo adecuado en realidad? ¿Qué podía saber ella? Nada, ella no sabía absolutamente nada. Si supiera el precio de su sacrificio le estaría agradecida, incluso se habría ofrecido voluntaria, pues se trataba de un acto de amor, aunque no lo comprendiese. Así de sencillo, no requería de mayor explicación. Todo cuanto había hecho hasta aquel momento era por amor, si bien muchos lo tildarían de locura. Si bien, ¿no es el amor una forma de locura? ¿No es la forma más hermosa y pura de demostrar tus sentimientos por la otra persona? Y si su destino era terminar siendo la próxima víctima, recibiría a la muerte como una amiga y la invitaría a tomar lo que, por derecho, le pertenecía desde el día que pronuncio sus votos ante Él. Dios sabría que no había pecado, y que su único crimen había sido cumplir con sus obligaciones, tal y como estaba escrito, respetando su palabra y obedeciendo sus deseos, pues lo que contemplaba no era obra del demonio, sin suya. Los caminos del Señor son inescrutables, se recodaba. Él había obrado el milagro que tanto tiempo llevaba deseando y ahora no podía rechazarlo, sino dar las gracias y hacer lo imposible para que su voluntad se cumpliese. Con estos pensamientos, la rabia que sentía se apaciguo hasta desaparecer. ¿Qué le importaba si ella no lo entendía? ¿O si lo acusaba de asesino con aquella pútrida mirada? Dentro de unos minutos estaría muerta y todo habría acabado… Hasta que su criatura volviese a tener hambre. Entonces todo comenzaría de nuevo.

La criatura comenzó a inquietarse, era obvio que su presencia la molestaba. Seguramente creía que estaba esperando la oportunidad para arrebatarle su presa y lo contemplaba con desafío. Su garganta emitió un sonido ronco, una señal de aviso, previniéndole para que renunciase a su propósito. Consciente de su agitación, y temiendo poder provocarla, decidió salir y dejarla tranquila. Midiendo sus movimientos, cerró la puerta y se dirigió a la cocina. A pesar de la escena que acababa de presenciar, su estómago vacío le recordaba que él también debía alimentarse. En la cocina registró los diversos armarios y cajones, buscando algo con lo que acallar el hambre. No encontró mucho, y lo poco que había hace tiempo que caducó o estaba corrompido. Hacía mucho que nadie iba a comprar, ni cocinaba, ni limpiaba, ni planchaba… La encargada de las tareas domésticas siempre había sido Claudia. Aclarar que él nunca la había obligado, no era esa clase de hombres que consideraban que el lugar de la mujer era la cocina, procurando mantener siempre contento a su marido con una actitud sumisa y servicial. No, él no era así. Claudia siempre quiso casarse con un hombre bueno que la hiciera feliz y, para agradecer esa felicidad que no creía merecida, procuraba ser una buena esposa, la mejor. Sin embargo, con el tiempo esto no fue suficiente. Claudia se sentía vacía, poco realizada, algo le faltaba. Cuando lo descubrió y se lo contó-pues siempre habían sido sinceros entre ellos, los secretos no existían en su relación-. Él la escucho y comprendió los motivos de su decisión. En realidad, hacía mucho que él también lo deseaba, pero no lo había dicho para que Claudia no se sintiese presionada. Aquella era una decisión que debían tomar juntos y que cambiaría sus vidas para siempre. Si bien, no imaginaban hasta qué punto lo haría.

Resignado, cogió las dos rebanadas de pan menos mohosas y las untó con mostaza por fortuna, la gran cantidad de aditivos y conservantes la mantenían tan fresca como cuando abrió el bote-. Una cena pobre, pero una cena al fin y al cabo. Con todo, seguía faltándole algo. Ignorando el sentimiento de culpa, saco un vaso limpio-o el menos sucio, según se mirase- y una botella casi vacía. Leyó la etiqueta con nostalgia, pues era la misma con la que brindaron aquella noche cuando supieron la feliz noticia-en realidad bebió él, Claudia se limitó a mojarse los labios con la elegancia de una reina-. Ahora, aquel recuerdo de alegría y esperanza se había convertido en una vía de escape del presente. Engañándose, diciéndose que solo lo hacía para acompañar el paupérrimo bocadillo, lo lleno hasta el borde. Consiguió dar unos cuántos mordiscos-y reprimir las arcadas-antes de llevárselo a los labios y tomárselo de un trago que le supo a poco. Justificando con que el pan estaba muy seco y la mostaza todavía picante, lo volvió a llenar, para vaciarlo antes de volver a probar bocado. Así continúo, hasta que el bocadillo quedo olvidado en un rincón de la mesa, mientras repetía el gesto de forma mecánica, cada vez más rápido, sin apenas tomar aire entre un trago y otro. El calor del alcohol lo reconfortaba. Sentía como se deslizaba por su garganta sedienta hasta el estómago, donde acompañaba los escasos restos de su opípara cena. Era como el tacto de la seda, suave y lujuriosa, despertando su deseo, nublándole la razón, haciéndole recordar…

Noche cerrada, fría y solitaria. Avanzaba por las calles como un fantasma, muerto en vida, había dejado de existir para el resto del mundo. Si vida era ahora Claudia… y los niños. “Tranquilos, papá no va a fallaros”. Con este pensamiento camino sin rumbo durante horas. Desconocía donde le llevaban sus pies, aunque tampoco le importaba, tan solo quería volver a casa lo antes posible, antes de que fuese demasiado tarde… “Por favor Señor,” rezaba acelerando el paso cuando el miedo lo invadía “ayúdame a encontrar aquello que necesito”. Entonces, como si hubiese escuchado sus súplicas, se detuvo bruscamente.


El local no se diferenciaba a cualquier otra tienda que hubiese visto a lo largo de aquella noche. Regentado por inmigrantes asiáticos, poseía un horario inusualmente flexible, propio de este tipo de negocios, con una gran cantidad y variedad de mercancía a precios escandalosamente bajos con los que el resto de comerciantes no podían competir. Contempló e interior a través del amplio escaparate. Estanterías abarrotadas, desorden, higiene cuestionable, ningún cliente… Aquel último detalle lo termino de convencer. Era una señal, clara e inequívoca. Abrió la puerta, dejando atrás la fría oscuridad que se había adherido a su abrigo, volviéndolo pesado y húmedo. Dejo que el calor le permitiese recuperar la sensibilidad de sus entumecidos miembros mientras caminaba entre por los pasillos, como si buscase algo. Para hacer más creíble su presencia, fue cogiendo productos al azar de los estantes, aprovechando para comprobar que realmente estaban solos. El dependiente, un hombre que, pese al cansancio evidente en su rostro, comprobaba con eficiencia las cuentas de aquel día, suspirando resignado ante los gastos y el escaso margen de ingresos obtenido durante la jornada. Apenas se dignó a saludarlo cuando entro. Llevaba mucho tiempo en aquel negocio y se había confiado, creía poder reconocer con solo un vistazo un cliente de un atracador, aunque aquella capacidad adquirida con los años no se extendía hasta los asesinos. Para aquel hombre, él no era más que otro hombre que se había visto obligado a salir de madrugada para satisfacer los extraños antojos de su mujer embarazada, con las perneras del pijama y las zapatillas de casa asomando bajo el pesado abrigo. Es cierto que la realidad no se encontraba muy alejada de aquella percepción, pero Claudia no quería chocolate belga relleno de caramelo, fresas cuando no era temporada o fideos chinos fritos con salsa de soja. Claudia tenía… necesidades especiales. Y nadie, excepto él, sabía lo difícil que era conseguir complacerla. Por eso no dudo cuando, tras dejar su compra sobre el mostrador, espero hasta que estuviese distraído para sacar la pistola. A pesar de haberla utilizado muchas veces durante los últimos meses, nunca terminaba de acostumbrarse a ella. Era como una malformación, un apéndice no deseado, un cáncer mortal… La detonación se escuchó brevemente por encima del hilo musical, unos segundos, luego el silencio volvió a imponerse. Bordeando el mostrador, contemplo el cuerpo del empleado para asegurarse que no había necesidad de volver a disparar. Un breve vistazo fue suficiente para confirmar que el tiro había acertado. El rostro del hombre era un cuadro que habría deleitado a los amantes del arte vanguardista, lleno de ángulos extraños y colores llamativos que confluían de forma caótica, conformando una grotesca caricatura de un rostro humano. Sus labios se movieron, formando una súplica silenciosa por aquella desdichada alma, ignorando la circunstancia que no profesaban la misma religión ni adoraban al mismo Dios. Cualquiera puede equivocarse, pensó con resignación.

-Mǎlíngshǔ? (¿Papá?)-.

Y él acaba de hacerlo.

Todos recordamos nuestra primera vez. Aquel verano que nuestros padres decidieron abandonar las clásicas vacaciones en el pueblo familiar y optaron por la playa, permitiéndonos contemplar finalmente el mar en persona, sorprendiéndonos y asustándonos con su inmensidad, para después dejarnos deleitar con el frescor fugaz de las olas en contraste con el cálido y áspero tacto de la arena. Nuestro primer beso, fugaz y torpe, demasiado rápido para disfrutarlo, pero lo suficientemente intenso para dejar una huella imborrable en nuestra memoria, pudiendo recordar, a día de hoy, el rostro y nombre de la persona que nos lo regalo sin conocer su importancia. Aquella salida que se prolongó más allá del límite paterno, la sensación de haber desobedecido y traicionado su confianza eclipsada por la emoción que conlleva el quebrantar las normas-y las cantidades indecentes de alcohol- Aquel adiós que significa “para siempre” y no “hasta luego”… Si bien era capaz de recordar todas y cada una de estas experiencias, recreándose en aquellas vivencias pasadas, sin que ningún detalle se viese afectado por el paso irremediable del tiempo; no podía-o no quería-traer al presente el rostro y nombre de su primera víctima, al igual que lo precedieron. Aquella laguna le resultaba incomprensible. Sus esfuerzos no conseguían disipar la niebla de sus recuerdos, tan espesa que su voluntad avanzaba ciega a través del paisaje de la memoria, para acabar pérdida entre formas difusas y, en cierto modo, peligrosas. Puede que fuese eso, una especie de mecanismo de defensa que su propio cuerpo había creado a fin de conservar la escasa cordura que todavía le quedaba. Sin embargo, en ocasiones le gustaría poder saber, aunque solo fuese un nombre, y así dedicarle unas palabras que consiguieran acallar la voz de su conciencia, una confesión que excomulgara la culpa que amenazaba con derrumbar los pocos vestigios que no se habían doblegado ante la evidencia: él era un asesino. Cualquier otra explicación no sería más que una excusa, una mentira convertida en verdad a base de repetirla. Claudia siempre se lo decía cuando lo veía flaquear, y, aunque no quería decepcionar a su familia, cada vez le resultaba más difícil negarlo. Consciente del frágil estado de su esposo, le había prohibido seguir visitando el lugar, y aunque se lo prometía constantemente, siempre faltaba a su palabra. Nunca llevaba nada que pudiera delatar sus intenciones. Un pobre diablo-templó al pensar en aquella comparación-, un hombre gris y anodino en el que nadie reparaba en su paseo por los senderos que discurrían entre los árboles, siempre majestuosos, incluso cuando el frío los despojaba de su elegante frondosidad, quedando sus ramas desnudas y alzadas hacia el cielo, no es gesto de súplica, sino desafiantes, dispuestas a seguir peleando. Ojala pudiera desvanecerse, convertirse en nada y, al mismo tiempo, seguir siendo parte de todo. Puede que lo hiciera. Era un buen sitio para descansar. Allí había tanta vida, tanta luz. Al contrario que su vida, convertida en un vórtice de sombras y muertes. Quizás por eso lo había escogido, si tuviera que elegir un sitio para reposar, para descansar finalmente en paz, sería aquel. Por desgracia, el lugar había sido contaminado, corrompido, adulterado, y él volvía a ser el responsable.

Cuando paseaba, sus pasos eran furtivos y la mirada siempre esquiva. Cualquiera que se hubiese detenido a observarlo habría apreciado estos detalles y hubiese sospechado. Por fortuna, el actual ritmo de vida no permitía el privilegio del reposo y el tiempo era un factor que tendía a atesorarse, en lugar de disfrutarlo. Por eso nadie había descubierto el secreto que se escondía en aquellos parajes. Allí reposaban, como piezas de un macabro tesoro que esperaba pacientemente que alguien lo descubriese. Cuando llegasen las lluvias, el agua purificaría el suelo, defecando los restos de sus crímenes. O puede que algún perro curioso, llevado por el instinto, excavaría y hallaría un festín digno de reyes: cráneos, fémures, húmeros, costillas… Un estudiante de traumatología dispondría de un material que pondría a prueba los conocimientos adquiridos en su facultad, siempre que consiguiese encajar las piezas de aquel rompecabezas capaz de desconcertar al mismo Sherlock Holmes. En todos aquellos huesos, las autoridades encargadas de investigar el caso- pues las habría-descubrirían señales de dientes, dientes humanos. A pesar de sus escasos recursos-en la realidad, nadie disponía de la tecnología que aparecía en las series de televisión norteamericanas, como C.S.I o Bones, si no que se encontraban limitadas por la reducción de presupuesto y los interminables trámites burocráticos-, conseguirían sacar un molde para comparar con su base de datos. Aquel sería un callejón sin salida, pues no encontrarían coincidencias. Si bien, no dejarían de insistir y optarían por examinar el registro de pacientes de los dentistas de la ciudad. Allí darían con una ficha dental que encajaría a la perfección. El siguiente paso sería encontrar presentarse en la dirección que consta en el informe. Un coche patrulla se desplazaría hasta el domicilio, los agentes subirían las escaleras-el ascensor seguía estropeado-, tocarían en la puerta y cuando escuchara el sonido del timbre… Punto sin retorno. El último recuerdo que tendría sería el asfixiante olor acre de pólvora mezclado con la sensación de dolor provocada por el calor de pistola disparada en su boca, pero solo después de haber acabado con Claudia y los niños, porque ellos eran solo víctimas inocentes y no merecían seguir sufriendo cuando él no estuviese. La familia debe permanecer unida, ahora y siempre.

Familia, una hermosa palabra, pensaba cerrando el maletero. Familia, una gran responsabilidad, subió el coche y puso las llaves en el contacto. Familia,… ¿un milagro? Dudo. Solo tenía que girar la muñeca para arrancar, un ligero movimiento que no requería ningún esfuerzo y que, en otras circunstancias, realizaba de forma mecánica. Ahora su mano permanecía quieta, negándose a moverse, al igual que el resto de su persona, vacilante. “No matarás” rezaba el octavo mandamiento, y él lo había incumplido. Llevaba mucho tiempo haciéndolo sin importarle, pero ahora vacilaba. Sus manos estaban manchadas, literal y metafóricamente. Pensó en sirope de fresa al ver la sangre fresca, nunca le había gustado. Su color era demasiado fuerte, su sabor muy dulzón. Odiaba el sirope de fresa, y odiaba matar. Lo odiaba. Aquella era la palabra. Odiaba matar. Odiaba ser un asesino. Odiaba a Claudia. Odiaba a los niños. Los odiaba y, al mismo tiempo, los quería. Los amaba. El amor que les profesaba era fuerte, más fuerte que el miedo o el asco que pudiese sentir. El amor le daba fuerzas donde solo había flaqueza. El amor lo guiaba cuando estaba perdido. El amor era el principio y el final de todas las cosas. Puede que eso hubiese ocurrido en el interior de aquella tienda. La joven, dejándose llevar por el amor hacia su padre, desoyó la amenaza que representaba el sonido del disparo, e ignorando su propia seguridad, salió a comprobar que, en realidad, se trataba de un engaño, una ilusión creada por su cerebro. Por desgracia, había sido real. El shock al comprobar que el padre, que tanto había amado y respetado, yacía a sus pies le facilito el trabajo. No necesito mucho para dejarla inconsciente. Un certero golpe en la base del cráneo fue suficiente. Él la cogió antes de que tocase el suelo, no quería seguir maltratándola si no era necesario. Su intención era llevársela en las mejores condiciones y presentarla en todo su esplendor a Claudia, quien apreciaría el detalle. La carne joven siempre era más tierna, su sabor más dulce y su sangre cálida. Debía reconocer que se asustó al verla aparecer, con su expresión preocupada y cautelosa, como un cervatillo. Sin embargo, enseguida vio el auténtico cariz de aquella situación. Dios quería que se la llevase a ella, el padre solo era un obstáculo, una prueba que había conseguido superar para obtener su auténtica recompensa. Eso significaba que seguía velando por él, ayudándole en aquellos tiempos tan difíciles, indicándole el camino a seguir… “No te decepcionare, señor” prometió en silencio enfilando el cruce que lo llevaba a su casa “Y a ti tampoco Claudia”.

-¿Claudia?

Ella lo observaba vacilante desde el pasillo, con expresión preocupada en su hermoso rostro. Temía que la rechazara, asqueada por su aspecto. La boca, pequeña y jugosa; las manos, hábiles y primorosas; el pecho y el vientre, ahora voluptuosos… Todo estaba cubierto de sangre aunque no era propia. Pertenecía a la joven que su marido le había traído para que pudiese alimentarse. Le dolían la mandíbula y sentía los dedos agarrotados. Sin embargo, lo peor era el hambre que todavía le atenazaba el estómago, una desagradable sensación que no desaparecía por mucho que comiese. Ignorando a su esposo y su propio sentimiento de culpa ante la debilidad de su carne, entró en la cocina con paso presuroso. Abrió la puerta de la nevera, donde guardaba la mayoría de sus provisiones. En el interior, un penetrante olor le impacto en pleno rostro. Con tristeza, recordó cuando todavía la asqueaba; ahora, en cambio, la tranquilizaba. Las tres estanterías estaban llenas de envases de plástico, todos ellos con sus correspondientes etiquetas que indicaban su contenido. Ansiosa, como una niña en una tienda de golosinas, paseo la mirada, intentando decidirse por uno. Sus dos pequeños protestaron por la tardanza. Claudia agarro la incipiente barriga que comenzaba a tomar forma, acariciándola con dulzura. No era aquello lo que esperaban, pero había sido demasiado. Demasiados años de falsas esperanzas, de intentos fallidos, de ir y venir de clínicas en las que solo recibían negativas... Por ello, cuando les ofrecieron aquel tratamiento experimental para la fertilidad, supieron que era su última posibilidad para poder formar una familia y la aceptaron, pese a las advertencias. Durante las primeras semanas de gestación no ocurrió nada extraño o por lo que mereciera preocuparse. Sin embargo, comenzaron los antojos. Todas las embrazadas los tenían, aunque los suyos eran un poco diferentes. Ella quería carne, solo carne, aunque no cualquiera. Durante algún tiempo consiguieron engañarlos, pero pronto se volvieron demasiado inteligentes y los descubrieron. Jamás olvidaría aquella noche, cuando sus propios hijos estuvieron a punto de matarla. Furiosos y hambrientos, comenzaron a devorarla desde el interior. Afortunadamente, su marido supo reaccionar. Sin detenerse a pensar en las consecuencias, pensando exclusivamente en su bienestar, consiguió lo que tanto querían. Ella nunca le pregunto cómo, aunque tampoco le importaba en aquel momento, pues su única preocupación era comer antes de ser ella quien fuese devorada. Después de aquello pensaron en la posibilidad del aborto. Aquella misma mañana fueron al ginecólogo y vieron por primera vez a sus pequeños. La ecografía estaba colgada en la puerta de la nevera, donde pudiesen verla todos los días al despertarse, recordándoles el motivo por lo que lo hacían. En la imagen aparecían dos tiernas criaturas, dos pequeños ángeles muy desarrollados para el poco tiempo de embarazo transcurrido, con unos ojos llenos de la inteligencia y experiencia propios de un adulto, así como de un extraño brillo animal, primitivo. Sin embargo, Claudia no apreciaba este último detalle, para ella no tenían ningún defecto, solo que eran un poco diferentes al resto de niños, solo un poco. A menudo no podía evitar preguntarse cuantas sorpresas más podían repararles. Y mientras pensaba en ello, apartaba tarros en los que se leía comida china, mexicana, española, italiana, japonesa, polaca… Afortunadamente, la sociedad actual era la suficientemente multi-étnica y multi-cultural para satisfacer los deseos de sus pequeños, por muy extraños que estos pudiesen ser. Si bien, ahora no encontraba lo quería.

- Cariño, ¿podrías traerme una cosa más?

A pesar de tener que salir prácticamente todas las noches para satisfacerlas, todavía se estremecía cuando la escuchaba hacerle aquella pregunta, porque significaba que tendría que volver a matar para que Claudia y los niños pudieran sobrevivir.

- ¿Podrías traerme…-él apretó cerro fuertemente las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos y contuvo tanto el aliento que el pecho comenzó a dolerle- un helado de chocolate?

- ¿Qué has dicho?-preguntó incapaz de creer lo que acababa de escuchar e intentado no llorar de alegría.

- Un helado de chocolate. Sé que es pedirte demasiado en una sola noche, pero es que tengo un antojo muy fuerte de algo… ¿dulce?.

Aún conmocionado, se acercó a ella e, ignorando la sangre aún fresca sobre su piel y su ropa, la abrazo y la beso con una pasión que ya no recordaba. Y mientras lo hacía, pensó que quizás no estaba todo perdido, quizás no era tarde y quedaba alguna esperanza, por muy pequeña que esta fuese.

- Enseguida vuelvo-le prometió dándole otro beso, esta vez más breve, pero no por ello menos intenso.

Claudia, todavía desconcertada, vio como se dirigía hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano sobre el pomo y estaba dispuesto a salir, volvió a llamarlo.

- Una cosa más…

Podía haberla ignorado, hacer como que no la había escuchado y volver más tarde con el helado todavía frío, confiando que se hubiese olvidado; pero, si lo hacía, sabía que estaría condenando a Claudia a una muerte horrible y dolorosa, y los asesinos serían sus propios hijos.

- ¿Qué ocurre?

- Procura que el helado tengo esos trozos de bizcochos de chocolate que tanto me gustan.

- ¿Brownies?

- Exacto. Sé que es un antojo extraño-se disculpó ella.

- En absoluto, cariño. En absoluto.